Es llamativo, pues su instauración en 1938, ligado al día del nacimiento de
José Hernández, puso fin a una de las batallas culturales más intensas del siglo
XX. El gaucho Martín Fierro quedó entonces consagrado como el arquetipo de
nuestro "ser nacional", un objeto por entonces tan buscado y recóndito como el
Santo Grial medieval.
En la contienda, iniciada a fines del siglo XIX, quedaron en el camino otros proyectos, como el hispanista del Cid y los conquistadores, el indigenista de los pueblos aborígenes o el del argentino del futuro, resultante del "crisol de razas". El gaucho ganó la competencia, pero su figura y su significado no eran unívocos. Martín Fierro era un marginal, perseguido y empujado por el progreso y el Estado, más apreciado por los anarquistas que por la elite gobernante. Pronto compartió su popularidad con el mítico payador Santos Vega y con Juan Moreira, habitante del submundo del delito y la política, más cercano a la experiencia cotidiana de sus contemporáneos. El exitoso personaje de Eduardo Gutiérrez se potenció en el circo de los Podestá y generó toda una saga de folletines, muy populares a principios del siglo XX.
Por entonces, el mito gauchesco llegó a su culminación. Entre la nutrida asistencia a los círculos criollistas -una suerte de peñas urbanas-, había muchos inmigrantes, que al fin de su jornada laboral se vestían de gauchos y se entretenían bailando el gato y comiendo empanadas, como parte de su arduo camino de integración a la nación. Para los intelectuales nacionalistas de la primera mitad del siglo XX, que leían a los filósofos alemanes, el gaucho simbolizaba algo un poco diferente: la cultura frente a la civilización; lo auténtico y raigal frente a lo artificioso y ajeno; el pueblo nacional frente a la elite cosmopolita. En 1913 Leopoldo Lugones consagró a Martín Fierro como el gran poema argentino y la expresión más genuina del ser nacional, aunque en 1926 Don Segundo Sombra, de Güiraldes, ofreció una variante más conformista del gaucho, también popularizada. El gobernador bonaerense Fresco optó por unirlas y estableció el pago de Areco como centro del culto gauchesco.
Consagrado el mito, comenzó la habitual tarea de desgaste de quienes buscaron el artificio de la invención. Adolfo Bioy Casares fracasó cuando se propuso encontrar un gaucho, o al menos a alguien que usara chiripá, y sólo dio con los habituales y conocidos paisanos. Concluyó que todos los que hablaron del gaucho lo ubicaban en el pasado, generalmente setenta años atrás de lo que cada uno recordaba. Más recientemente, los historiadores encuentran que hasta mediados del siglo XIX -la época de oro del gauchaje- existió en la pampa bonaerense un grupo de personas asimilables a esa figura: trabajadores ocasionales, "vagos y mal entretenidos", sin residencia fija y en conflicto con la ley. Pero convivían con otros muchos labradores, pequeños criadores, puesteros y asalariados de estancias, la mayoría con una familia estable y organizada, vivienda propia y hasta una quintita al fondo. Todo bastante lejos del héroe romántico, que carnea una vaca y enfrenta en soledad a la autoridad o al destino adverso.
¿De dónde surgió la imagen del gaucho errabundo, libre y perseguido, presentado como protagonista principal de un pasado no tan lejano? Según Adolfo Prieto, fue sobre todo la creación de los "viajeros" que recorrieron el país desde 1810 y escribieron crónicas para ser consumidas en Londres o París por un público de gustos románticos, amante de lo exótico. Head, Andrews, Caldcleugh, y los pintores Rugendas o Monvoisin combinaban lo que veían con lo que suponían que atraería a sus lectores, mezclado con una preconcebida imagen del paisaje de Hispanoamérica, proveniente del célebre libro sobre América del científico alemán Alexander Humboldt, quien en sus viajes no estuvo en el Río de la Plata.
Prieto ha mostrado que esos textos dieron las palabras, las metáforas y los conceptos a los primeros grandes escritores argentinos: Alberdi, Echeverría, Mármol y Sarmiento, cuya autoridad fijó definitivamente esta imagen romántica del gaucho. Lugones, que la consagró, no ignoró la mixtura originaria: el tirador venía de los campesinos húngaros; las botas, de los pastores riegos; el poncho, de los arrieros valencianos, y los tamangos, del calzado popular romano. Pero este collage, leído con los ojos románticos de nuestros nacionalistas y tamizado con un poco de Fichte, sintetizó a sus ojos el ser nacional.
Bioy Casares vislumbró el destino decadente del mito gauchesco. Ese personaje cuya existencia sólo se recuerda en el pasado -dice-, en el momento de su consagración quedó destinado a ser una posteridad, sublime, pero muerta. El mito fue perdiendo la capacidad que tenía un siglo atrás de ligar de manera activa el pasado con el presente y proyectarse al futuro. Su celebración, que yo recuerdo vigorosa en mi escuela primaria peronista, se ha marchitado, pese a que la autoridad escolar señala hoy que José Hernández es "uno de los personajes más representativos del ser nacional" y que en el Día de la Tradición Nacional se evidencian "los valores comunes de todo el territorio".
Éste es uno de sus puntos débiles. Estos valores gauchescos valen quizás para la provincia de Buenos Aires, pero parecen algo lejano en Catamarca, Salta, Trelew o Ushuaia. No sería raro que las provincias reclamen una versión de la tradición más cercana a su propio pasado y más adecuada al pluralismo cultural hoy en boga. En la ciudad de Buenos Aires, los niños identifican hoy a la tradición con cosas algo lejanas de su experiencia o de sus fantasías: el mate cebado por una china con trenzas, las tortas fritas o la negra pastelera. Y, por supuesto, el pericón, la danza nacional argentina, parte central de toda buena celebración de la tradición, que como otros productos típicos de nuestra nacionalidad es la versión local de la contradanza europea o quizá de la country dance inglesa.
Esto explica en parte por qué el aparato cultural kirchnerista, que ha recurrido ampliamente a los motivos culturales del nacionalismo, tamizados por el Instituto del Revisionismo Histórico, no ha hecho ningún esfuerzo por revitalizar el Día de la Tradición. Pero la razón fundamental reside en otro aspecto. La tradición quizá podría definir un "nosotros", pero no tiene potencia para caracterizar a "los otros", al enemigo de lo nuestro. No hay nada de heroico en ella, no hay gesta ni épica en bailar el pericón. No hay un discurso que encuentre allí metáforas o ejemplos acerca de la eterna conspiración de los enemigos del pueblo, como las grandes corporaciones. La autoridad escolar dice hoy, escuetamente, que José Hernández "puso todo su empeño a defender a sus paisanos de las injusticias que se cometían contra ellos". Pero la partida policial que persiguió a Martín Fierro o a Juan Moreira se parece más al teniente coronel Berni que a los agentes de los monopolios.
Cuando al final del kirchnerismo haya que desmontar la "historia oficial" que nos están legando, no habrá un gran combate que librar alrededor de la fiesta gauchesca, que se conserva igual que en 1938. Sin excluir este mito venerable e inofensivo, quizá convenga considerar una alternativa: encontrar algún otro ejemplo de la argentinidad, de la Argentina que se construyó precisamente cuando el gaucho se alejaba de la escena. Una argentinidad que, como una buena tradición, ancle en el pasado -setenta años atrás- y juegue un papel activo en el presente. Algo que nos recuerde una Argentina mejor y nos impulse a retomar la senda. Quizás una maestra sarmientina -las había en cada rincón del país- o un obrero cuyos hijos fueron profesionales universitarios. Una Argentina que fue y que quizá vuelva a ser, para la que nos vendría bien una tradición activa y positiva en qué fundarla.
El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino