Para curar los males del cuerpo y el espíritu aparecieron los hechiceros, los sacerdotes, los sabios y los médicos, con infinidad de recursos, tantos que no cabrían en varias bibliotecas. Algunos parecen mágicos; otros, absurdos. Todos, sin embargo, apuntan al mismo fin: corregir los desajustes que interrumpieron la salud o impedir que esos desajustes retornen luego de haber sido curados.
La tendencia a devolver la salud a toda costa y de cualquier modo llevó a que desde antiguo surgiera un apotegma cardinal: Primum non nocere (ante todo, no dañar). Se lo atribuye a Hipócrates, médico de la isla de Cos que nació en el siglo de Pericles, viajó a Egipto, donde habría estudiado con el mítico Imhotep, y hasta fue citado por Platón. Pero esas tres palabras no figuran en su famoso juramento. En su cuerpo doctrinario -estudiado durante siglos- sólo dice no hacer daño, lo cual no anda lejos de aquella frase que empezó a tener vigencia en los ámbitos médicos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se tornaron más frecuentes las cirugías.
Tanto los hechiceros como los médicos pueden perder el necesario equilibrio de saberse limitados en su poder. Comienzan a percibir el cuerpo y la mente de sus pacientes como objetos que pueden rearmarse de un modo más sabio que el provisto por la naturaleza. Los marea la sensación de omnipotencia. Y llegan a suponer que mientras más contundentes sean los remedios, mejor le irá al paciente. Si el mal crece, redoblan la dosis o fanatizan sus exigencias. Pueden llegar a la convicción de que el cuerpo que atienden no podría seguir vivo sin su asistencia. En consecuencia, no dan pausa a la flagelación medicamentosa y demás recursos de su vademecum. A grandes males, grandes decisiones. O, dicho de otra forma, a grandes males, grandes remedios y grandes dosis. En mis años de neurocirugía se afirmaba: "A gran cirujano, gran incisión". Eso ahora ha cambiado.
De vez en cuando el médico desaparece antes que el enfermo. Y, como si fuese un milagro, éste comienza a mejorar. La complejísima conformación humana, que nunca terminará de descifrarse por completo, tiene sus propios recursos. Es cierto que a menudo no alcanzan y es preciso ayudarla desde afuera. Pero a menudo ese afuera opera como un saboteador. Es cuando corresponde pronunciar la maldición de que "el remedio es peor que la enfermedad".
Muchos indicios que provienen de los estudios microscópicos y otros de los meteorológicos insinúan que ciertos esquemas se repiten en todos los niveles, como si hubiese un código primario que dio lugar a las sucesivas etapas de la creación. De ser cierto, resulta muy atinado comparar el cuerpo humano con una sociedad. Y así como las sociedades son infinitamente complejas, lo es el cuerpo humano. Del mismo modo que un cuerpo humano puede ser deteriorado por el exceso de remedios, lo puede ser una sociedad. No hace falta ser muy avispado para comprender que es el caso de la sociedad argentina, sociedad que no es única en sufrir esta desgracia, desde luego.
Un rasgo dominante es ansiar ser dirigida, ordenada y hasta vapuleada por el hechicero o el médico de turno. Se confía en él con ceguera y se le permite decir y hacer lo que le plazca. Se supone que procede en beneficio de la sociedad, que conoce el medicamento correcto y que está provisto de un GPS infalible. Merece los más altos honores y honorarios. Los recursos inherentes a la sociedad se dejan a un lado para utilizar sólo los recursos que inventa o impone el que gobierna. La sociedad permite degradarse a nivel de un mecano con el que se puede hacer cualquier cosa.
Lo diré más claro: las sociedades tienden a ordenarse mediante legislaciones que estimulan la convivencia, la armonía, la seguridad y el crecimiento. Se autorregulan en gran medida. Lo mismo que el cuerpo humano. Pero cuando a la sociedad se la comienza a sobremedicar, aparecen trastornos nuevos o empeoran los viejos. Los pésimos gobernantes, en vez de reducir la dañina medicación, prefieren intensificarla. Nuestro país ofrece un muestrario de horror. Los ejemplos sobran. Para combatir la desaparición de los dólares, verbigracia, se ponen en marcha todos los medios posibles para que nadie pueda comprarlos y menos aún enviarlos al exterior. Pero esto determina que nadie en su sano juicio se anime a traer un dólar al país. Se cierra la salida sin advertir que, indirectamente, se ha cerrado la entrada. Ese remedio no sirve ni sirvió nunca, pero la soberbia o la ignorancia determinan que se vuelva a usarlo.
Para resolver el déficit fiscal producido por medidas demagógicas improductivas, se aumentan hasta la asfixia los impuestos. Con ese remedio no se logra el objetivo deseado, por varias razones: por un lado crece la evasión tramposa, y por el otro, quienes desean cumplir con la ley son condenados a la quiebra. Por eso es ilustrativo el siguiente chiste: ¿cómo se consigue tener una pequeña empresa en la Argentina? Muy fácil -señala la respuesta-: tener una gran empresa y esperar... Los remedios que impone el poder conseguirán ese objetivo.
Para aumentar la producción local se prohíbe la importación. En un tiempo se llegó a pontificar la épica nacionalista de "vivir con lo nuestro". Semejante remedio no sólo fracasa, sino que aísla el país, entorpece la producción y reduce la calidad. Vivir con lo nuestro es vivir mal o no vivir. Hasta las peores dictaduras aislacionistas han debido sacarse de encima esa receta.
Para fortificar la autoestima de la gente algunos aplauden el remedio del facilismo. De ese modo, suponen, nadie se sentirá menoscabado ni deteriorado ni criticado. Pero ese remedio sólo conduce a la pérdida de valores, la desidia, la delincuencia y el atraso. Entre nosotros alcanza niveles de pesadilla en el campo de la educación. Los alumnos ya no saben si el mérito consiste en estudiar o en matar a quien estudia. Los maestros hace rato que perdieron ese nombre sublime para ser meros "trabajadores de la educación". Los presupuestos no alcanzan porque está mal visto insistir en la calidad docente, exigir actualizaciones y premiar los méritos.
Para combatir la pobreza se aumenta sin freno la burocracia improductiva. El ingenio popular inventó una elocuente palabra: "ñoqui". Pero junto a esta malformación social también han crecido los empleados públicos cuya función consiste en apoyar de diversas formas, incluso ilícitas, a quienes gobiernan. El dinero que se gasta en sus sueldos proviene de un sector productivo cada vez más pequeño y asmático. Este remedio terminará por matar las células cancerígenas de la burocracia, pero también las células sanas de la sociedad. En otros términos, vendrá el coma, o la convulsión, o la agonía.
Hasta que desaparezca ese hechicero o ese médico que no acepta reducir la sobremedicación. Y entonces el enfermo, gracias a sus propios recursos, empezará a mejorar.
¡Cuánto bien le haría al país que lo dejaran respirar más tranquilo! Que no le repriman la libertad de expresión, que dejen entrar y salir los repuestos que necesitan muchas fábricas, que no sostengan a empresas estatales deficitarias, que no paguen los desfalcos de la Universidad de las Madres, que no intimiden a los jueces, que no impongan códigos que logren la impunidad de los piratas internos. Primum non nocere. Basta de dañar a esta sufrida, engañada y semianestesiada sociedad. Sola sabrá curarse de sus males en cuanto se saquen los remedios que ahora la intoxican.