Acaba de imponer en la agenda pública el tema de los delincuentes extranjeros, que tiene una importante repercusión social. Aunque necesitó pelearse hasta con algunos amigos, lo cierto es que de esa manera corrió de la discusión el contenido esencial del nuevo Código Procesal Penal. El fondo de esa reforma es el traslado a los fiscales de la investigación penal en un sistema en el que los fiscales dependen casi directamente de la Casa de Gobierno.
Los fiscales son, según la reforma constitucional de 1994, casi un cuarto poder en el sistema institucional argentino. La Presidenta suele leer en público el artículo de la nueva Constitución que les asegura a los fiscales una independencia absoluta en su función.
Hasta ahí, todos estamos de acuerdo. Pero, como suele hacer el kirchnerismo, detrás de las buenas teorías esconde los peores propósitos. La misión y el trabajo de los fiscales no están regulados; dependen, por lo tanto, de la voluntad casi omnímoda del jefe de los fiscales, el procurador general de la Nación. Alejandra Gils Carbó, una cristinista de militancia fiel y comprobada, ocupa ahora ese cargo. La suerte de los fiscales, de su independencia, de su destino laboral y hasta de su permanencia en el cargo puede resolverse en una amable conversación entre Cristina Kirchner y Gils Carbó.
El fiscal José María Campagnoli acaba de preguntarse públicamente quién o quiénes colaboraron con el proyecto de reforma del Código Procesal Penal. La pregunta es pertinente. Nadie lo sabe. A diferencia de la proyectada reforma del Código Penal, en las que trabajó una comisión multipartidaria presidida por el juez Raúl Zaffaroni, nadie, ni siquiera la Presidenta, dijo nada sobre los autores de los cambios al Código Procesal. La primera precisión que debe hacerse es que este Código sólo regirá para el 70% de los delitos que se cometen en la Capital Federal y para los delitos que son propios del fuero penal federal (narcotráfico, corrupción de funcionarios nacionales o agresiones al medio ambiente, entre otros pocos). Cada provincia tiene su propio Código Procesal Penal y los delitos ordinarios se rigen por esas normas propias y distintas.
El caso de los extranjeros es una modificación de hecho a la ley 25.871, que legisla sobre migraciones y que tiene, desde ya, alcance nacional. Al revés, la reforma del Código Procesal Penal sólo tendrá vigencia en la Capital Federal. En realidad, el caso de los extranjeros que cometen delitos está bien regulado ya en aquella ley sobre migraciones. Una sola diferencia es notable. La vieja ley estipula que los extranjeros deben ser juzgados en la Argentina y luego extraditados si el juez considera necesaria esa pena adicional. El proyecto de Cristina Kirchner establece que podrán ser expulsados en el momento en que se los descubra cometiendo un delito. Una condena que antes estaba en poder de los jueces pasaría entonces al poder arbitrario de la policía; bastaría con que ésta le demostrara al juez que alguien estaba cometiendo un delito. Nada más. De todos modos, el texto del proyecto cristinista es condicional. "Podrá", dice, no "deberá". Conclusión: un escándalo por muy poca cosa o por cosas repetidas.
El problema de la delincuencia extranjera, que sigue siendo una minoría en el inmenso océano del crimen en la Argentina, no está en el final, sino en el principio. Aquella ley sobre migraciones estipula con muchos detalles cuáles son los requisitos para que un extranjero ingrese al país. Con sólo hacerla cumplir, el país no "estaría infectado de delincuentes extranjeros", según la fórmula de Sergio Berni. Es increíble que los argentinos deban hacer interminables colas en las aduanas de los aeropuertos para mostrar lo que compraron en el exterior, mientras los extranjeros pasan por Migraciones sin que esta agencia sea eficaz en la revisión de sus antecedentes penales. Ningún extranjero viene a la Argentina para aprender a delinquir; antes ya eran delincuentes. El debate es, entonces, tan innecesario como superficial.
Ése es el teatro. Entre las bambalinas quedó rezagado el aspecto más importante: el de los fiscales. Los fiscales carecen de un organismo independiente, como lo es el Consejo de la Magistratura para los jueces, para revisar sus nombramientos, conductas y eventuales destituciones. El ex jefe de los fiscales Esteban Righi creó por resolución un consejo consultivo para que los ayudara a evaluar eventuales sanciones a los fiscales. Fue una buena decisión, que le sustrajo a él parte del poder absoluto, pero es una instancia que ni siquiera tiene el respaldo de una ley.
La suerte de los fiscales depende, al fin y al cabo, de la adhesión social que concitan cuando son perseguidos por el poder que manda. Sucedió en los últimos días con Campagnoli. Ya en tiempos de Menem, una fuerte reacción social le impidió a éste desplazar al fiscal Carlos Stornelli, que investigaba el caso del contrabando de armas que terminó por llevar a la cárcel al ex presidente.
El sistema "acusatorio", que intenta ahora desplazar el poder de la investigación de los jueces a los fiscales, no es teóricamente malo. Sólo necesita de una independencia real, y no formal, de los fiscales. Es la condición que no existe en el sistema judicial actual. Los fiscales que deberán investigar los casos de corrupción de funcionarios nacionales, en lugar de los jueces, carecen de la protección de éstos. Un anexo de la reforma dispone, incluso, que Gils Carbó podrá cambiar a los fiscales que investigan las causas ya abiertas sobre la deshonestidad de los funcionarios. El círculo de la impunidad se cierra.
Además, el artículo 5 del proyecto de reforma estipula que sólo podrán plantear el principio de la cosa juzgada fraudulenta (o irrita) los perjudicados por una sentencia. Obviamente, no los beneficiados (como sería el caso del enriquecimiento ilícito de los Kirchner) ni, lo que es peor, los fiscales. Una reciente libro, Cosa juzgada fraudulenta, del penalista Federico Morgenstern, exhibe con solvencia todos los casos en los que, según la legislación vigente, se puede reclamar que una cosa juzgada no lo sea. El nuevo Código Procesal de Cristina encoge fatalmente los márgenes para esa revisión. Revisión que, como hemos visto, atañe sobre todo a las causas por presunta corrupción de funcionarios nacionales.
Otro artículo potencialmente peligroso es el que dispone que podrá negarse la excarcelación de detenidos en casos de "conmoción interna". Es un artículo casi copiado de una vieja ley de la última dictadura. ¿Qué significa "conmoción interna"? ¿Quién la definirá? ¿Quiénes y qué delitos podrían ser encuadrados en esa norma tan general? Nada se dice sobre eso. Ninguna precisión. En principio, quedaría en poder de un juez, al que toque en cada oportunidad, establecer si existió o no "conmoción interna". La ley antiterrorista, anunciada para reprimir el terrorismo internacional, comenzó por ser aplicada a un periodista argentino porque revelaba cosas que al poder no le gustaban. ¿Y si sucediera lo mismo con la "conmoción interna"?
El viejo proyecto de colonizar la Justicia no se archivó ni se olvidó. Está en marcha. Ni siquiera se salva la Corte Suprema de Justicia. Algunos colegas de Zaffaroni le pidieron a éste que postergue su renuncia con motivo de los 75 años. La Constitución obliga a los jueces de la Corte Suprema a jubilarse a esa edad, pero no precisa en qué momento de los 75 años. Puede ser en el momento de cumplirlos, como entiende Zaffaroni, o puede ser también antes de cumplir los 76 años. Zaffaroni rechazó esos pedidos. Es cierto que él ya se está yendo, como lo ha dicho. La jubilación de Zaffaroni dejará una vacante en la Corte. Nadie se preocupa por eso. El radicalismo no le dará al Gobierno los dos tercios que necesita para designar a un juez de la Corte.
El asunto cobra otra dimensión cuando algunas versiones indican que el juez Carlos Fayt podría jubilarse en el curso del próximo año. Fayt, que tiene 96 años, es el único juez de la Corte beneficiado por una acordada que estableció que tenía derechos adquiridos porque asumió con la vieja Constitución, en 1983, que no les ponía límites de edad a los miembros del más alto tribunal de justicia. Muerto Enrique Petracchi, que estaba en la misma situación de Fayt, todos los jueces actuales de la Corte están comprendidos por la disposición de la nueva Constitución, que fija los 75 años como la edad de la jubilación.
Una eventual salida de Fayt dejaría dos vacantes en la Corte Suprema. El Gobierno podría intentar una negociación con el radicalismo para nombrar uno cada uno. Sergio Massa cuenta los días que le quedan a Cristina Kirchner, pero la Presidenta gobierna como si no tuviera los días contados.