En general, hay mucho escrito sobre la causalidad inversa: la democracia como condición para el desarrollo y la prosperidad de los países.
Por tanto, me aboqué a buscar los elementos que pueden abonar esa tesis. No hay muchos trabajos escritos sobre el tema, pero los pocos que hay son bastante contundentes. En particular, un estudio realizado por el renombrado politólogo Adam Przeworski, junto con otros colegas, analizó el tema tomando en consideración una muestra de 135 países entre 1950 y 1999, o sea, un total de 6750 observaciones (135 países multiplicados por 50 años). De las 1335 observaciones correspondientes a naciones con un ingreso per cápita inferior a 1000 dólares, sólo aparecen 142 que corresponden a regímenes democráticos, apenas el 10%. En otras palabras, es muy raro encontrar democracia en países pobres.
Se podrá argumentar que el fascismo y el nazismo surgieron en países desarrollados. Es cierto, pero ello ocurrió cuando importantes sectores de la población quedaron sumidos en el desempleo y la miseria. Hoy mismo se insinúan tendencias antidemocráticas en países europeos fuertemente golpeados por la crisis de la eurozona.
Esto no debería llamar la atención. Sólo indica que la democracia no se encuentra entre las necesidades básicas de la población. Sólo cuando éstas están cubiertas, el régimen institucional pasa a ser una preocupación. En el mismo estudio, aparece que de 880 observaciones correspondientes a países con más de 8000 dólares de ingreso per cápita, sólo 147 correspondieron a regímenes dictatoriales.
La explicación que dan los autores es que en los países prósperos hay mucho que perder si se abandona la democracia. En las naciones pobres, la mayoría de la población tiene poco que perder. Más aún, si el régimen dictatorial genera alguna mejora en los ingresos de los sectores más postergados hay pocas razones para añorar la democracia. Una dictadura populista tiene mucho más atractivo que una democracia que no mejora la suerte de las mayorías.
Por tanto, el gran desafío para la democracia es precisamente, para sobrevivir, ser capaz de reducir y eliminar la pobreza.
Éstas no son meras reflexiones teóricas. En la Argentina, tenemos alrededor de un 25% de la población por debajo de la línea de pobreza. O sea, unos 10 millones de habitantes.
Y la Argentina es un caso bastante particular. En el estudio mencionado, aparece señalada en un par de ocasiones.
Por un lado, ninguna democracia en el mundo cayó en un país que tuviera un ingreso per cápita superior al que tenía nuestro país en 1975. O sea que somos el país con más alto ingreso per cápita entre los que pasaron de democracia a dictadura.
Por otro lado, de los 135 países analizados, 29 experimentaron sólo una transición -de democracia a dictadura, o viceversa- durante los 50 años bajo estudio, 12 países experimentaron dos, cinco sufrieron cuatro, tres tuvieron cinco, dos atravesaron seis y uno tuvo ocho: ¡la Argentina!
Tampoco esto debería causar asombro. Es sabido que nuestro país se destaca por adolecer de marcada fragilidad institucional.
De todo lo anterior surge que combatir la pobreza no sólo debe ser un objetivo en sí mismo, sino que, además, es una de las contribuciones más eficaces al robustecimiento de la democracia. Como dijo el papa Francisco: "Los pobres no pueden esperar".
El autor, ex director de Estadísticas Económicas del Indec, es director del Centro de Estudios de la Nueva Economía de la UB.