No la escucharon. O, si lo hicieron, no la tomaron en cuenta. En los dos días hábiles posteriores, el dólar paralelo subió a un ritmo de entre 15 y 20 centavos por jornada. Es un ritmo de vértigo, que agrava la incertidumbre fácilmente perceptible en amplios sectores sociales. El kirchnerismo vive, mientras tanto, en otra dimensión, más lúdica y menos realista, como suele suceder en los finales de casi todos los gobiernos. Es el instante en el que los gobernantes pierden la sensibilidad para conectarse con las necesidades sociales.
Con todo, el aspecto más grave de aquella acusación de la Presidenta a la fondos buitre sería si ella realmente la creyera. Un país con inflación, déficit fiscal y emisión monetaria está condenado a vivir entre corridas cambiarias. Sucede desde que existe la economía, pero sucede con más dramatismo aún en la Argentina. La sociedad local está acostumbrada al desprecio histórico de sus gobernantes por el cuidado del valor de la moneda nacional. Sabe que la única manera de defender sus ahorros (o el poder adquisitivo de sus salarios) es convertir rápidamente los pesos en una moneda estable, que aquí es el dólar.
Nada permite el optimismo. El precio del dólar paralelo fue siempre el resultado de la relación entre la base monetaria y las reservas del Banco Central. Si se ensayara esa operación aritmética, el precio del dólar debería estar en 15,50 pesos. Es la cifra a la que está llegando el dólar paralelo. Las reservas son ahora de unos 28.000 millones de dólares, pero se supone que el Gobierno debería liberar antes de fin de año el pago retrasado de importaciones. Ese monto es de unos 5000 millones de dólares. Sólo la industria automotriz acumula más de la mitad de esa deuda en dólares. Más vale no averiguar la relación entre la base monetaria y reservas del Banco Central de unos 23.000 millones de dólares, que es lo que quedaría después de pagar aquellas deudas. Recordemos a Juan José Castelli: "Si ves al futuro dile que no venga".
La inflación trepó al 41 por ciento, según economistas privados (Orlando Ferreres, sobre todo) que la midieron entre agosto del año pasado y el último agosto. Ya otro economista, Carlos Melconian, había pronosticado una inflación de 40,9 por ciento para el año, medida entre enero y diciembre. No hay grandes disidencias entre ellos. El dato adicional que aporta Ferreres es que la actividad económica cayó un 4,5 por ciento entre agosto de 2013 y el de este año. No son pronósticos, en este caso, sino la constatación de lo que ya sucedió. La industria cayó un 6 por ciento en ese mismo período. Los servicios financieros, que venían en franco aumento, se metieron en un tobogán después del default parcial. Se desplomaron hasta un 7 por ciento.
Ninguna noticia es buena, ni siquiera las que no corresponden al gobierno local. El precio de la soja cerró ayer en el mercado de Chicago a 344 dólares la tonelada, casi 200 dólares menos que en junio, cuando costaba 540 dólares. El precio de la soja se desplomó en apenas tres meses un 36 por ciento. El precio del trigo y el maíz cayeron proporcionalmente al de la soja. La balanza comercial podría ser deficitaria en 2015, si el precio de las materias primas se mantuviera en estos niveles. Esto es: el país necesitaría el año próximo comprar en importaciones más de las exportaciones que venderá, algo que no sucedió en los años kirchneristas.
Aparece claramente una Argentina esclerosada por la recesión y, encima, ahogada por la inflación. Es el peor escenario que puede tener una economía. Parálisis económica, con su secuela de pérdida de puestos de trabajo y de creación de riqueza, junto con una creciente inflación, que destruye el salario de los que trabajan. El cristinismo crearía un capítulo nuevo en las ciencias económicas si demostrara que una economía en tal situación no produce consecuencias políticas. Nadie le pide al Gobierno que se convierta en cronista de sus desgracias, pero debería al menos acondicionar su discurso a los problemas que afectan a la sociedad.
El default parcial quebró la esperanza del Gobierno de acceder a los mercados financieros internacionales. Reservas más robustas (y una dosis mayor de confianza en el manejo de la economía) podrían frenar la corrida cambiaria. El conflicto irresuelto es que el Gobierno parece enamorado de su eslogan "Patria o buitres". Hasta es incapaz de reconocer que el juez Thomas Griesa comenzó a enmendar un error cuando insinuó que le permitirá al Citibank pagar en Buenos Aires los bonos bajo legislación argentina. Griesa había declarado de hecho la extraterritorialidad de la justicia norteamericana, que no tiene ningún respaldo jurídico. Fue cuando autorizó al Citibank a pagar por "única vez" esos bonos bajo jurisdicción nacional de la Argentina.
El problema podría disiparse sólo en una parte muy pequeña, que son los bonos administrados por el Citibank. El resto del trastorno está intacto. Hace dos semanas, el secretario de Finanzas, Pablo López, viajó a Nueva York para hablar con varios fondos de inversión. Los sondeó sobre la posibilidad de que aceptaran el cambio de la sede de pago. Según la reciente ley argentina, las nuevas sedes que reemplazarán a Nueva York son Buenos Aires y eventualmente París, si el gobierno de Francia aceptara una decisión argentina que ni siquiera se la consultaron.
La mayoría de esos fondos de inversión le contestaron a López que no aceptarán ese cambios. Algunos, pocos, se quedaron callados. El problema que tienen esos fondos es que están en Nueva York y que podrían ser acusados de colaborar con una operación para evadir a la justicia norteamericana. O para obstruirla. La decisión para esos inversionistas no es sólo de estrategia financiera; también podría significar un serio riesgo legal. El gobierno de Cristina Kirchner aspira a transferirles a los bonistas, que aceptaron los canjes argentinos de 2005 y 2010, su pelea con la justicia de los Estados Unidos. "La pelea con los buitres se puede explicar, pero no hay explicación posible para la decisión de pelearse con el referí", aseguró un importante funcionario del Gobierno.
Cristina Kirchner y sus funcionarios se mueven entre la evanescencia de las palabras. La Presidenta está en Nueva York, donde debe estar, pero sólo habla de categorías ideológicas o de proyectos cada vez más difíciles de alcanzar para ella. La comparación entre la Argentina y Arabia Saudita es desmesurada. Hay una diferencia sustancial entre el petróleo de uno y otro país. Los sauditas tienen el petróleo bajo la arena; la Argentina podría tenerlo en cantidad importantes, pero mezclado con las piedras de un profundo subsuelo. Eso significa que la Argentina necesita una inversión infinitamente mayor que la de Arabia Saudita para acceder a su petróleo. Esa inversión requiere de confianza, que es el elemento históricamente faltante en la economía cristinista. La Argentina saudita será, si lo es, bajo otro gobierno.
Hay, en efecto, un rasgo recurrente en los gobiernos que terminan. Sus intereses dejan de ser los intereses de la sociedad. Su discurso deja de ser el reflejo de los conflictos sociales. El final de todo gobierno largo se parece a una estadística con dos líneas que se alejan cada vez más: en una está el Gobierno y en la otra se expresa la gente común. Tarde o temprano, la política registra ese divorcio, a veces de mutuo acuerdo, a veces conflictivo, entre un líder y su pueblo.