Para ellos la razón de fondo es el gasto público fuera de control. Desde la otra vereda, se explica la inflación como un síntoma de la lucha distributiva, se achacan los problemas a los grupos concentrados de la economía y a conspiraciones externas, se considera una ficción hablar de cesación de pagos. Los argumentos enfrentados no son novedad, sino una constante de la última década. En este jardín de los senderos que se bifurcan, según el intérprete elegido se obtendrá una versión completamente opuesta de la realidad del país. Es un debate sin mediaciones, que enerva y confunde.

En la calle el problema no es muy distinto, pero se vive de otra manera. Las cajas de los supermercados rebozan de productos que la gente opta por dejar cuando la cuenta alcanza cuatro cifras, algo que sucede cada vez con más frecuencia; los taxis vacíos inundan la ciudad, aun en hora pico; los restaurantes cierran sus puertas; se suspenden salidas y consumos; crece la agresividad en el tránsito; cunde el temor, más o menos confesado, de perder el trabajo o la vida porque algunos ya los han perdido. La clase media desespera y se enoja; los sectores populares refuerzan sus estrategias de supervivencia sin vislumbrar una salida. Al llegar la noche, las redes sociales, Tinelli, los magazines de noticias, las notas policiales, los programas de preguntas y respuestas y el fútbol distraen a las familias, que comentan las novedades del día iluminadas por displays y pantallas perpetuamente encendidas.

Una suerte de opacidad e incertidumbre parece cubrirlo todo -desde los despachos hasta las veredas- entorpeciendo, o tornando irrelevante, la comprensión de lo que sucede. La opacidad se ha descrito como una barrera que dificulta el conocimiento de los hechos y las reglas, precipitando a los individuos en la ignorancia o la desorganización, de la que muchas veces no toman conciencia, acaso porque la vida social, como un espectáculo, siempre debe continuar aunque no se entienda. En Relatos salvajes, la película del momento, se muestran escenas emblemáticas de este fenómeno. El cobrador de la multa de tránsito, defendiéndose de la ira del ingeniero en explosivos que interpreta Darín, lo interroga: ¿usted no conoce las normas? Es inútil, el otro ya tomó un elemento contundente y está destrozando el vidrio que los separa, convencido de que tiene razón. En el episodio del casamiento, al cabo de una cruel pelea entre los novios, que recuerda La guerra de los Roses, el wedding planner informa a la familia sobre el próximo plato que corresponde servir. Cada uno sigue su guión y su camino, envuelto en una lógica solipsista cuyo destino es chocar contra el otro, desembocando en escenas de violencia, banalidad o caos.

El desconocimiento de las reglas, o su ausencia, es la clave de la opacidad, una prima hermana de la anomia. Ésta se manifiesta en el ánimo individual y colectivo cuando las creencias y las costumbres se debilitan y pierden consistencia. En teoría, son las instituciones y sus reglas las que cumplen la función de "cemento de la sociedad", para usar la expresión de Jon Elster. Si decaen o no rigen, las conductas desordenadas suelen interpretarse recurriendo al mito del salvaje y la barbarie, oponiéndolo a la civilización, como hizo Sarmiento. Es paradójico y aleccionador: cuando se descompone el relato emancipador del kirchnerismo, un cineasta concibe, acaso inconscientemente, otro relato, cuyas historias subsume bajo el rótulo de salvajismo.

El ciclo económico y político que termina tuvo tal vez un acierto elemental e histórico: fue capaz de reorganizar la sociedad después de una catástrofe, restituyendo trabajo y autoestima. Y un error básico: no lo hizo en torno a las instituciones sino al consumo, verdadero eje del modelo. En rigor, y más allá de la versión para militantes y universitarios, hubo mucha cigarra y poca hormiga en la deriva kirchnerista. Por eso ahora, cuando retrocede la satisfacción económica, cada uno parece librado al azar y le toca vivir su escena salvaje, desde la violencia hasta la farsa, en medio de una híper realidad que supera a todos. Como en la película.

Pero no se trata de dramatizar, sino, tal vez, de elaborar la pérdida y entrar en duelo. Es preciso autoanalizar nuestro salvajismo y sus expresiones. Sumergida en la relatividad mundial, la Argentina tiene muchas posibilidades y podrá recuperarse con sensatez y capacidad de mediación, si evita los extremos. Si paga la multa en lugar de romper los vidrios. No es comparando al Gobierno con el nazismo, ni predicando el apocalipsis económico, ni machacando con los complots de los sectores concentrados, que se avanzará en descifrar y resolver los problemas. Quizáz el desafío consista en comprender que por más que se ofrezca trabajo y bienestar, la anomia será siempre el desenlace si la sociedad no se construye sobre instituciones perdurables.