En la "batalla cultural" que viene librando el gobierno nacional para lograr la reescritura de la historia argentina, el kirchnerismo peronista asume el papel de salvador del pueblo, víctima hasta su llegada al poder de distintas expresiones políticas contaminadas por el liberalismo. Desde esa perspectiva extremista, es poco lo que queda de la historia política de los siglos XIX y XX. Y lo curioso es que hoy se insista en hablar de la responsabilidad del Estado nacional y, al mismo tiempo, se reniegue de la contribución de los gobiernos liberales y conservadores a su construcción. Dicha labor, colocó a la República Argentina en un sitio respetado en el orden mundial, cuya solidez se puso a prueba cuando estalló la Primera Guerra Mundial, un conflicto en el que se mantuvo neutral y en paz con sus vecinos.

Precisamente en coincidencia con el estallido de la guerra, el 9 de agosto de 1914, falleció en Buenos Aires, en su residencia particular de Santa Fe y Billinghurst, el presidente Roque Sáenz Peña, uno de los artífices de la construcción de la Argentina moderna. La muerte del presidente, en el cuarto año de su mandato, conmovió al país. Una multitud de muy diferente extracción social y pertenencia partidaria acudió a las exequias.

"El entierro fue la mayor aglomeración humana que hasta entonces se realizara en Buenos Aires", afirmaron testigos calificados. "Todo el país lo amaba [.] Es que representaba y representó desde el advenimiento de su candidatura el papel de un redentor, sincero y puro, como es siempre un redentor", observó el politólogo Rodolfo Rivarola, en busca de una explicación al carácter masivo del homenaje.

El duelo nacional, ocurrido en medio de la catástrofe provocada por la Gran Guerra, tuvo un clima de fin de época. En efecto, en la posguerra, el modelo económico previsto por la Argentina como proveedora de materias primas a Europa, demostró ser vulnerable, y tiempo después, en 1930, entró en crisis con graves consecuencias políticas. Estos hechos también modificaron el clima de ideas en el que se gestó la ley del sufragio libre y desdibujó la memoria del presidente que la impulsó.

Sin duda, la ley electoral 8871 que lleva su nombre, conocida como ley del sufragio universal, secreto y obligatorio, es reconocida como un hito en el camino de la democracia, y el discurso de Sáenz Peña en Washington (1890), opuesto al tutelaje de los Estados Unidos sobre las naciones latinoamericanas, fue referente ineludible en las relaciones internacionales del país. Pero la memoria de Sáenz Peña, si bien no es discutida por las grandes corrientes históricas que se disputan las calificaciones de buenos y malos en el pasado argentino, fue eclipsada en la medida en que otros actores políticos ocuparon el escenario, sostenidos por partidos y movimientos de vigorosa actualidad.

Las fuerzas conservadoras prefirieron tomar de modelo a Carlos Pellegrini, como el más representativo de sus dirigentes históricos, o cerrar filas en torno al general Roca. En consecuencia, en la medida en que los resultados de la ley 8871 alejaban de los cargos electivos a los demócratas y conservadores, Sáenz Peña quedó escaso de apoyos partidarios.

Nació en 1851, en un hogar patricio, de filiación federal y hondamente católico. Privilegiado por su origen, talento y educación, pudo llevar adelante, como tantos otros, una aceptable carrera política, atender su estudio jurídico y los negocios rurales. Pero no se conformó con la medianía.

En su juventud se incorporó al partido autonomista, en la corriente popular liderada por Leandro N. Alem y Aristóbulo del Valle; más tarde, se inició en la masonería; como abogado y periodista, defendió los beneficios de la educación pública y el modelo sarmientino.

A los 28 años se ofreció como voluntario al ejército del Perú, para luchar contra Chile, que le disputaba los territorios del litoral del Pacífico, ricos en salitre. Desechó el cómodo puesto que se le ofreció, peleó en el frente y fue unos de los pocos sobrevivientes de la defensa del Morro de Arica. El Perú lo recuerda como un héroe.

No rindió culto al coraje por el coraje mismo; luchó con honor por una causa que consideró justa, contraria a la anexión por la fuerza de territorios. La convivencia entre las naciones fue el gran tema que abordó como diplomático en los Congresos de Montevideo (1888), Washington (1889) y La Haya (1907), en los que sentó las bases de la política internacional del país.

Su personalidad apasionada, que combinaba el ideal romántico con la capacidad de gestionar, se destaca con perfil propio entre los hombres de la Generación de 1880. La dimensión de su vida privada no desmerece la de su acción pública y explica en parte la frase de Rivarola antes citada. Hombre de afectos hondos y perdurables, tuvo amistad fraternal, entre otros, con Lucio V. López, Miguel Cané, Federico Pinedo, Carlos Pellegrini, Indalecio Gómez, Vicente Casares, Ezequiel Ramos Mexía y Juan Bialet Massé. Su relación con dirigentes de origen provinciano, como Miguel Juárez Celman, lo preservó del porteñismo crudo.

Hombre de partido, rechazó de plano la forma en que el general Roca y sus aliados provinciales manipulaban elecciones y constituían gobiernos oligárquicos. Socio y amigo de Carlos Pellegrini, trabajó en su proyecto reformista, pero no se privó de poner distancia, y de decirlo con claridad, cuando la estrategia propuesta chocaba con sus convicciones. Simpatizó con el radicalismo, pues compartía el ideal de limpiar el sistema electoral de sus múltiples impurezas, pero se diferenció de éste en cuanto al recurso revolucionario. Liberal convencido, terminó con la segregación política que padecían los dirigentes católicos y les ofreció importantes cargos en su gobierno.

No obstante la prioridad que dio a la reforma electoral, también consideró la necesidad de que el gobierno desempeñara un rol activo en los conflictos entre el capital y el trabajo, reformara la legislación impositiva e impulsara la legislación social. La ley de asistencia y previsión social basada en la mutualidad, presentada al Congreso en septiembre de 1913, fue el último asunto que suscribió antes de caer vencido por la enfermedad.

Paul Groussac, en Los que pasaban, plantea una de las grandes conjeturas de la historia argentina. ¿Qué habría ocurrido si Sáenz Peña hubiera completado los seis años de su mandato constitucional en la plenitud de sus facultades físicas y mentales? ¿Habría podido por su sola presencia y sin apartarse un punto de la corrección institucional "mantener la cohesión de los grupos conservadores, gastados por treinta años de oficialismo, y cuya egoísta desavenencia, acaso incurable y fatal, iba a entregar el triunfo decisivo a sus adversarios?"

Nadie puede saberlo, pero el tema ocupó su último mensaje presidencial y constituye su legado político: "Si las fuerzas conservadoras del país no aciertan a constituirse con vigores que les den la mayoría, será porque no deben prevalecer, pero nunca podrán exigir que el gobierno les solucione el problema".

En su obra renovadora, Sáenz Peña no se presentó como salvador, sino como el sucesor de gobernantes que actuaron en tiempos difíciles y de los que heredó un país en el que estaban dadas las condiciones para la reforma política. Como presidente, se elevó por encima de sus simpatías y de sus odios personales, se reconcilió con los adversarios más enconados, como el general Roca, y gobernó con la mirada puesta en el bien común: "Para el país y no para mis amigos". Hizo "obra argentina" y, desde un primer momento, advirtió que los yacimientos de petróleo constituían una valiosa fuente de riqueza que debía ser explotada por el gobierno nacional.

Su vida, con sus matices y claroscuros, su grandeza y sus debilidades, resulta difícil de encasillar en un esquema rígido de los que tantos gustan a la divulgación histórica en nuestros días, y por esa razón es oportuno recordarla en el centenario de su muerte, para que su memoria contribuya a serenar los espíritus y para que la recepción de este mensaje del pasado nos ayude a reflexionar sobre el futuro.