Se cumplen mañana veinte años desde la reforma constitucional de 1994. Desde este espacio editorial, podríamos hoy reiterar muchas de las fundadas críticas que formulamos tan pronto como la Convención Reformadora que se reunió en Santa Fe y en Paraná concluyera su labor. Sin embargo, así como resultaría impertinente negar la legitimidad del proceso de reforma, las circunstancias que vive actualmente el país imponen otra apelación, posiblemente más dramática: la importancia de que todos, ciudadanos y gobernantes, tomemos conciencia de la necesidad de respetar nuestra Constitución.

El proceso que derivó en la última reforma constitucional, como se sabe, nació en 1993 de la mano de una suerte de pecado original, en tanto fue gestado a partir del único propósito del entonces presidente Carlos Menem de obtener una reelección inmediata que la Constitución de 1853

60 sabiamente no contemplaba. El objetivo de Menem pudo ser cumplido merced al recordado Pacto de Olivos con su antecesor, Raúl Alfonsín, quien logró incorporar al proyecto de reforma algunas cláusulas tendientes a un mayor equilibrio en el Senado, mediante la incorporación del tercer senador por cada distrito, en representación de la oposición, y otras para atenuar el hiperpresidencialismo, entre las que se hallaba la creación de la figura de la Jefatura de Gabinete de Ministros.

Ninguna de estas últimas modificaciones ha servido hasta ahora para garantizar los fines buscados. La inclusión del tercer senador ha tendido a debilitar a la Cámara alta, en tanto los senadores, en la mayoría de los casos, no se comportan hoy como representantes de sus provincias a la hora de debatir las leyes, sino como voceros de sus respectivos partidos políticos -algo que se magnifica en el caso de la fuerza gobernante-, duplicando así el esquema que impera en la Cámara de Diputados.

La institución del jefe de Gabinete, en tanto, parece no tener mayor sentido cuando los dos últimos presidentes de la República han prescindido de las reuniones del gabinete de ministros, un cuerpo que, desde sus orígenes, sirvió para recortar el poder monárquico.

Lejos ha estado la reforma constitucional de atenuar las facultades del Poder Ejecutivo. Es más, la introducción de la posibilidad de que el presidente dicte decretos de necesidad y urgencia, que no estaba contemplada hasta ese momento en la Constitución, le brindó mayores prerrogativas aún. La deficiente norma con la que el Congreso reglamentó el dictado de esos decretos convalidó un aumento de las facultades presidenciales y, en buena medida, abusos de poder.

La buena voluntad de los convencionales de 1994 se vio reflejada en el artículo 36 del nuevo texto constitucional, en tanto relaciona en forma directa la defensa del sistema democrático con la ética en el ejercicio de la función pública. Pese a eso, el flagelo de la corrupción enquistada en el Estado se ha agravado, sin que haga falta precisar algunos de los muchos ejemplos que han tomado conocimiento público. La creación de la institución del Ministerio Público, constituida para promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad de los intereses generales de la sociedad, podría haber contribuido en esa lucha; sin embargo, su proclamada autonomía dista de ser una realidad. El desmantelamiento o la cooptación por el kirchnerismo de otros órganos de control, como la Oficina Anticorrupción, la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas y la Sindicatura General de la Nación, ha ayudado a tapar la corrupción y a complicar cualquier investigación en procura de transparencia.

Del mismo modo, ha habido en prácticamente todo el período que siguió a la reforma de 1994 una excesiva delegación de facultades legislativas del Congreso al Poder Ejecutivo. Lo más triste es que este fenómeno se ha producido y continúa produciéndose pese a que el artículo 29 de la Constitución impone la responsabilidad y la pena de los infames traidores a la patria a quienes otorguen al Ejecutivo la suma del poder público o supremacías inadmisibles.

Lejos estamos también del fortalecimiento del régimen federal por el que aboga nuestra Constitución, según la cual llevamos nada menos que casi 18 años de incumplimiento en la sanción de una nueva ley de coparticipación que nunca se concretó.

A veinte años de la reforma, se hace difícil afirmar que la calidad de nuestras instituciones haya mejorado, más allá de la creación de los nuevos derechos y garantías de índole social y de la introducción de mecanismos para proteger el orden democrático frente a cualquier aventura golpista. Es que no puede olvidarse que la mejor garantía de un control efectivo de los actos de los gobernantes pasa, en un sistema republicano, por la acción del Congreso y la existencia de un Poder Judicial auténticamente independiente.