Hoy por hoy en la Argentina se puede perder la vida a manos de cualquiera y por cualquier cosa.

El 30 de julio, a las 9, Pablo Tonello, de 25 años, fue asesinado a tiros por un hombre que le quiso robar la bicicleta. Fue en Libertador y Federico Lacroze, en el barrio de Belgrano. Hacía poco se había casado; cuatro días después, en Villa Bosch, Tres de Febrero, Matías Gandolfo, de 19 años, no completó el trayecto en bicicleta del gimnasio a su casa: un hombre lo interceptó y para robarle el celular lo asesinó de varias puñaladas; pocas horas después, en Alejandro Korn, partido de San Vicente, un hombre de 23 años fue baleado en la cabeza y en una pierna al resistirse a que lo secuestraran en su auto. Estaba llegando a su casa; hoy, su vida pende de un hilo; casi simultáneamente, en Campana, Leonel Ferreira, de 18 años, fue atacado a tiros por un hombre que quiso robarle la moto y quedó cuadripléjico.

La lista de vidas tronchadas y familias destruidas para siempre no se agotó con esos casos. Siguió incrementándose día tras día, hora tras hora, e incluyó un hecho que no resultó fatal, pero cuyas consecuencias conmueven hasta lo más profundo, porque demuestran hasta qué punto la Argentina se ha convertido en un país con rasgos de salvajismo: los rostros desfigurados de Milagros Rodríguez, de 86 años, y de su esposo, Benigno Fernández, de 94, sorprendidos por cuatro jóvenes que se les metieron en su casa de Villa Bosch mientras ellos dormían y que los golpearon ferozmente, enojados porque no encontraban un botín que los conformara.

La brutalidad cada vez mayor con que se manifiesta la inseguridad constituye, sin dudas, el mayor desafío de gestión que tendrá quien dentro de 16 meses reemplace a Cristina Kirchner en la Casa Rosada.

Hay que mirar a quien vendrá, porque todo parece indicar que el Gobierno seguirá desentendiéndose del problema, como lo ha hecho en gran parte de su gestión.

El jueves por la noche, cuando la seguidilla de hechos salvajes seguía creciendo sin distinción de horarios ni lugares, la Presidenta tomó la cadena nacional y recordó que Dios está en el cielo y los mortales en la tierra, se congratuló de quienes terminan una carrera universitaria en su lugar de nacimiento, destacó bondades de su gestión en materia de rutas, petróleo, gas, celulares y empresas marítimas; los incentivos a fábricas de carrocerías para colectivos; se mostró orgullosa de los planes Repro y Progresar, de una vuelta de tuerca al Cedín en procura de reactivar el mercado inmobiliario y de las bondades de su estrategia frente a los fallos de la justicia norteamericana respecto de los fondos buitre -cálidos elogios a Axel Kicillof y dardos contra Griesa incluidos- , para terminar con la recuperación del nieto de Estela de Carlotto, no sin antes recomendar a los argentinos que no compren dólares y que gasten, que consuman, porque sino pondrían en peligro sus fuentes de trabajo.

Fueron 52 minutos en los que no faltaron sus mohines de siempre ni sus habituales recuerdos personales. De la inseguridad y de lo que en gran medida la provoca, la marginalidad y la droga, ni una palabra.

Pero bastó que terminara la cadena para que pudiera verse la cara más cruel de la Argentina: en Salto, provincia de Buenos Aires, decenas de personas no escucharon a la Presidenta. Estaban en las calles, protestando contra las autoridades por la muerte de Rubén Ramírez, a quien asesinaron a tiros con un arma calibre 38 para robarle un celular mientras esperaba el colectivo para ir al colegio. Rubén tenía 14 años.

Algunas cosas debe de haber hecho muy mal la Argentina para llegar a estos niveles de inseguridad luego de doce años en los cuales su economía gozó de un viento de cola formidable por el precio de sus granos en el mundo y registró tasas de crecimiento que se tradujeron en un boom del consumo, con altos picos en dos industrias madre como son la construcción y la automotriz.

Sin embargo, el modelo kirchnerista no ha logrado evitar que en amplios sectores de la sociedad se afincaran la pobreza extrema y la marginalidad, combo perfecto para la penetración del paco y de las armas.

Si ya no cabe esperar demasiado de Cristina en esta materia, es imprescindible saber qué piensan los principales candidatos a sucederla, más allá de los planes para seguir colocando camaritas por todos lados y crear más y más cuerpos de policías. La nómina de muertos por el delito, que se agranda constantemente, demuestra que ambas cosas han resultado insuficientes, como altamente perjudicial es una legislación que beneficia con la libertad a personas que han cometido delitos de los más aberrantes.

Ya se sabe que para cuando se reduzcan considerablemente la pobreza y la marginalidad que deja el kirchnerismo, cuando haya un horizonte para quienes hoy no lo tienen, todo mejorará. Pero eso llevará mucho tiempo y hoy el tiempo no es oro, es vida.

Los presidenciables deben tomar nota de algo que ocurrió en Salto, mientras Cristina hablaba: decenas de vecinos, gente pacífica, de pueblo, estallaron en aplausos cuando un tío de Rubén dijo que, cuando la vida propia está en juego, ante la ineficiencia de las autoridades, la gente tendrá que hacer justicia por mano propia.

Los rasgos de salvajismo de la Argentina actual brotan incluso entre gente de bien. La herencia es ésta y nadie que llegue al poder podrá sorprenderse. Es un desafío de vida o muerte para el sucesor de Cristina.