Es un lugar común, pero inevitable, evocar el tránsito traumático desde la fiesta que convocó a todos, esfumando las diferencias y los problemas, hasta la escena privada de cada uno, recortada en la rutina del trabajo y la familia. Acaso la canción de Serrat lo exprese de manera insuperable: "Y con la resaca a cuestas/ vuelve el pobre a su pobreza,/ vuelve el rico a su riqueza/ y el señor cura a sus misas. [?] Se acabó,/ el sol nos dice que llegó el final,/ por una noche se olvidó/ que cada uno es cada cual". Con oído sociológico, el tema describe las notas del final de fiesta: la transitoriedad del placer, la pérdida de la ilusión de unidad, la confrontación con las diferencias que nos separan de los otros.
Los medios de comunicación visual y sus sponsors, que administran las emociones de la gente en esta época, intentaron alargar lo más posible la pasión mundialista. El segundo puesto ayudó a la empresa. Así, la repetición de los goles, el análisis fáctico y contrafáctico de las jugadas, las alternativas de la vida de los ídolos ocuparon las pantallas por unos pocos días. Al cabo, hubo que cambiar la programación; el rating futbolístico empezó a desfallecer, la pelota a saturar, las escenas del juego a repetirse hasta la náusea. Una antigua y eficaz herramienta mediática ocupó entonces el espacio: la inseguridad, con su saga de sangre y violencia. Los noticieros de la televisión privada eligieron varios hechos, martillando con ellos a la audiencia día y noche. El regreso de la inseguridad al aire agregó esta vez un ingrediente, de rédito seguro, que excita la morbosidad popular: el caso de mujeres jóvenes, de clase media, agredidas sexualmente.
Una estudiante chilena apuñalada en la madrugada en la puerta de su departamento; una chica violada por varios hombres en un boliche; una adolescente de 12 años que desaparece de su casa y es abusada por un joven que la dobla en edad. Inadvertidamente, la mujer, devenida en objeto sexual delictivo, es expuesta por la televisión sin ánimo de reparación, sino con finalidad comercial. Después de las violaciones vienen los avisos. A la violencia le siguen el champú y la mayonesa, no las respuestas sociales y políticas que requiere el delito. Importa facturar más que remediar. El tratamiento mediático refuerza el lado oscuro del sentido común, la retórica fascista que anida en los brutos. Interpretando ese nefasto guión, me decía un taxista sobre Magaly: "Está mal lo que le hicieron a esa chica, pero ¿sabe qué pasa? Las pibas cada vez vienen peores; yo las veo, se emborrachan, se acuestan con cualquiera, no les importa nada".
El regreso de la fiesta tuvo otros componentes, alejados de la violencia criminal, con menor capacidad de atracción y los desatinos habituales. Volvió la política, tantos días opacada por el fútbol. Una cuota importante le correspondió a la Presidenta, ratificando que, en su ocaso, sigue siendo una de las figuras centrales de la actualidad nacional. Solapada por el Mundial, provocó a muchos haciéndose representar el 9 de Julio por su vicepresidente procesado. Luego, tuvo una frase infeliz: comparó, metafóricamente, a un eventual gobierno de la oposición con un tren que se llevara al suyo por delante. Banalizó el hecho trágico, resignando mesura y objetividad. Una respuesta desproporcionada e inaceptable la esperaba en los foros digitales y las redes sociales. Con el mismo fascismo que destilaba el taxista, participantes escudados en el anonimato le dedicaron una catarata de insultos que, en rigor, son calumnias a la investidura presidencial. Los diarios y las redes debaten hasta dónde pueden aceptarse estas lacras, sin limitar la libertad.
La eventualidad inminente de un default de la deuda sorprendió también a los que volvían del festejo. Nadie sabe qué pasará, pocos pueden calcular los daños y perjuicios. La Presidenta, como todo líder político responsable ante una cuestión clave, debe evaluar el costo de sus decisiones, confrontándolas con las consecuencias. No da la impresión de estar haciéndolo. Los sondeos, con algunos datos favorables para ella, pueden tenderle una trampa si cree que la gesta nacionalista es el camino. Le cabe liderar una transición prolija, no un nuevo arrebato populista.
Situaciones aparentemente distintas enmarcaron los días posteriores al Mundial. Más allá de su diversidad, dejan ver la huella de problemas que permanecen irresueltos, entorpeciendo la calidad de la vida social y la construcción de un sistema político más evolucionado. Las arbitrariedades del poder, el autoritarismo de la sociedad, la discriminación de la mujer, el amarillismo de la televisión, la inseguridad y la corrupción son indicios de un déficit mayor: el largo camino que aún le resta a la Argentina para pasar de un éxito deportivo circunstancial a una rutina social razonable y ordenada.