Estos no son asuntos menores, pero se resuelven desde lo técnico, a diferencia de nuestro principal problema. El desafío tampoco es la política, aunque es cierto que, entre otras cosas, el presidencialismo exacerbado y el déficit de federalismo son temas importantes. Pero también distan de ser el problema central.

Hay quienes dicen que el desafío es la falta de políticas de Estado. Es cierto que no existen planes de largo plazo que perduren durante distintos gobiernos. Pero lo importante es preguntarse por qué no existen esos planes, ya que la falta de políticas de Estado no es algo abstracto sino concreto y tiene que ver con personas. No podemos pretender políticas de Estado si esperamos que surjan de políticos que un día apoyan una serie de medidas de un gobierno y, sin demasiado pudor ni cambiarse de partido, al otro día apoyan medidas diametralmente opuestas del siguiente gobierno. Parecería que el único largo plazo con el que están comprometidos es con el de su permanencia en el poder.

El desafío fundamental en Argentina es la democracia. Desde 1983, el país es gobernado por personas que se alternan en cargos ejecutivos y legislativos, siempre cerca del poder. Esa generación de políticos logró, y es un gran logro, consolidar la democracia como herramienta de selección de gobernantes. Pero sus miembros no fueron capaces de dar el siguiente paso, la profundización de la democracia. No pueden hacerlo porque carecen de cultura democrática: la noción de la democracia como una forma de vivir en conjunto que fomenta diversidad de opiniones, pluralismo, transparencia, alternancia, respeto por la ley y construcción compartida hacia el futuro. Es la falta de cultura democrática de estos dirigentes que carcome a nuestro sistema político y lleva al país a crisis cíclicas.

Por eso, enfrentar el desafío democrático requiere de un cambio mucho más amplio y profundo que una cuestión técnica de la economía o institucional de la política. Se resuelve solamente con una renovación de la clase dirigente. Esa renovación, cabe notar, no tiene que ver con la edad de los dirigentes. Hay exponentes jóvenes de la vieja política y hay algunos no tan jóvenes que no son parte de los viejos problemas. Lo que se necesita es un cambio en la manera de concebir la política en democracia, de pensarla y practicarla como un ejercicio temporal y acotado, y no como algo que se debe conservar para siempre. Es dejar de erigirse en caudillo o creerse un Mesías y en cambio mostrar capacidad a la hora de armar equipos de trabajo. Es abandonar dicotomías anticuadas como derecha-izquierda, público-privado y hasta peronista-gorila, para pasar a una visión abarcativa y transgresora que logre unir voluntades y solucionar problemas. Es ver al mundo como una oportunidad para desarrollar la potencialidad del país en vez de una amenaza.

En el primer plano de nuestras discusiones tiene que estar la profundización de la democracia. Cualquier otro eje convierte las falencias personales de nuestros dirigentes en meros errores técnicos de administración. Los absuelve de culpa por el déficit democrático, que es nuestro principal problema y del cual son los principales responsables. Pero lo más importante es que también les niega la urgencia de la autocrítica sin la cual no serán viables participantes de la construcción de una Argentina distinta.