En medio del Mundial y de la pelea con los fondos buitre, una afirmación de Jorge Capitanich en sus anodinas declaraciones matinales a la prensa pasó casi inadvertida, aunque constituyó toda una definición: según el jefe de Gabinete, la Argentina tendría superávit fiscal si no subsidiara el consumo de energía.
Este sinceramiento contradice a la Secretaría de Hacienda, que cada mes informa -con bastante retraso- que no hay déficit fiscal, pese a que el aumento del gasto primario (casi 42% acumulado en los cuatro primeros meses del año) supera al de los ingresos tributarios (35%). Sin incluir como ingreso la creciente asistencia de la "maquinita" del Banco Central y la Anses al Tesoro, el déficit primario ascendió en ese período a unos 13.000 millones de pesos, pero esta cifra resulta una vez y media más baja que los subsidios destinados sólo al sector energético (32.100 millones, con una suba interanual de 107%). O sea que Capitanich tiene razón, aunque no haya presentado a los subsidios estatales como un problema sino como una ventaja para el bolsillo de los usuarios y los costos de la industria.
Sin embargo, se trata de un problema mayúsculo, porque los subsidios han venido creciendo como una bola de nieve (pasaron de 0,5% del PBI en 2007 a 3% en 2013),hasta tornarse inmanejables para el gobierno de Cristina Kirchner. De ahí que no se decida a recortarlos drásticamente para la electricidad, porque implicarían aumentos descomunales en las tarifas congeladas desde hace 14 años en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Y si dejara todo como está, seguiría incrementando el déficit fiscal y la emisión monetaria para financiarlo, a costa de mayores presiones inflacionarias y/o cambiarias o de altas tasas de interés que elevan el déficit cuasifiscal. Este dilema tiene semejanzas con el conflicto por la deuda con los holdouts: si les paga es un problema; pero si no lo hace, un default empeoraría la perspectiva económica. Por eso en los mercados se sigue apostando a un acuerdo. Sobre todo, porque CFK no ha abandonado la idea de endeudarse en el exterior para evitar que las cuentas fiscales sean una variable de ajuste y endosarle así el costo político al gobierno que lo suceda a fin de 2015.
Para colmo, a raíz del déficit energético, la devaluación de enero complicó aún más el panorama. Al elevar los costos en pesos del gas natural y los combustibles importados (que en 2013 insumieron 11.500 millones de dólares), abultó la cuenta de subsidios estatales y, además, obligó al Gobierno a ajustar parcial y selectivamente las tarifas de gas (excluyendo a jubilados e industrias). No tanto para bajar los subsidios, sino para evitar que éstos crecieran exponencialmente ante la suba de esos y otros costos (básicamente salarios e insumos) y que las empresas del sector frenaran la ya baja inversión en producción y distribución. Una prueba del desajuste es que los usuarios que no logren reducir su consumo entre 5 y 20% pagarán en septiembre aumentos acumulados de 100 a 300%, pese a lo cual el ahorro en subsidios no llegará a 5000 millones de pesos. Algo similar ocurre con el precio del boleto de colectivos en el AMBA, que ya acumula una suba de 100% en lo que va de 2014 y sigue siendo el más bajo de todo el país.
Cambio en el consumo
Otra distorsión, más reciente, es que al ser ajustadas las tarifas de gas y mantenerse congeladas las de electricidad en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, los hogares tienden en este invierno a aumentar el uso de estufas eléctricas o acondicionadores de aire frío-calor para no abultar sus facturas de gas. Según datos preliminares, en mayo el consumo residencial habría crecido 10,5% (con una suba interanual de 8,7% en los primeros cinco meses del año); en junio 5,1% y a comienzos de julio se registró el pico más alto desde junio del año pasado. Como contrapartida, hubo retrocesos similares en la demanda de energía de industrias, comercios y servicios, atribuibles a la recesión.
Las políticas de subsidios de las que hizo uso y abuso la administración K se asemejan a esas trampas en las que es muy fácil entrar y muy difícil salir. Cada vez cuestan más, crean más distorsiones y sus resultados son menos efectivos. Con recesión, alta inflación y deterioro del salario real, lo que los consumidores ahorran en tarifas subsidiadas deben gastarlo en productos y otros servicios más caros. Tampoco siguen siendo una ventaja competitiva determinante para la industria: de hecho, en lo que va del año cayeron las exportaciones de casi todos los sectores fabriles.
A nivel macroeconómico también se trata de una política insostenible. Aunque el "dibujado" presupuesto para 2014 preveía una suba de sólo 17% en los subsidios económicos (que en 2013 totalizaron 140.000 millones de pesos), el gobierno de CFK ya debió dictar dos decretos de necesidad y urgencia para ampliar en casi 20.000 millones las partidas destinadas a Cammesa, Enarsa y compensaciones a la producción extra de gas.
Para todo este año, varias proyecciones privadas apuntan a un monto cercano a los 240.000 millones. Esta cifra, que equivale a casi 30.000 millones de dólares al actual tipo de cambio oficial (y a 25% del gasto público total), supera en 8 veces el costo fiscal de las últimas medidas adoptadas por el Gobierno para reforzar la asistencia social (plan Progresar, moratoria previsional, aumentos en la Asignación Universal por Hijo y asignaciones familiares).
Tampoco es un consuelo que en esta trampa hayan caído otros países. Un reciente trabajo publicado por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de California-Berkeley, elaborado por el politólogo argentino (UBA) Tomás Bril Mascarenhas y Alison Post (doctora por la Universidad de Harvard), desarrolla el concepto de "policytraps" (políticas que atrapan) y un marco teórico para explicar por qué los subsidios de amplio espectro, como los aplicados en la Argentina, terminan atando de manos a sus propios creadores. La razón es que, una vez adoptados para corregir shocks de precios relativos a un costo inicialmente bajo y con un marcado sesgo hacia los grandes centros urbanos, los subsidios tienden luego a crecer meteóricamente, lo cual impide luego aplicar mejores políticas redistributivas y conduce a un dramático aumento del costo político de abandonarlos.
El paper incluye un análisis comparado que abarca a países exportadores de hidrocarburos (Irán y Turkmenistán) como importadores (Tailandia y Bangladesh), donde más del 2% del PBI se destina a subsidiar el consumo de combustibles. También a países con regímenes democráticos (como India o El Salvador) o autoritarios (Vietnam y Azerbaiján) y hasta Ucrania luego de múltiples crisis políticas y económicas.
La conclusión es que de estas "políticas que atrapan" sólo se sale cuando los gobiernos enfrentan muy agudas crisis fiscales, fuertes presiones internacionales y/o se perciben muy seguros políticamente. "La paradoja -finaliza- es que los gobiernos quedan atrapados por una política pública por la que reciben finalmente muy pocos aplausos y les deja cada vez menos margen para orientar el presupuesto hacia sus prioridades políticas.".