La crisis de pago de deuda desatada a partir del fallo de la corte norteamericana respecto de la demanda de los llamados fondos buitre desnudó el relato del Gobierno sobre el desendeudamiento y transparentó, casi dramáticamente, su amateurismo al momento de abordar temas complejos.

Un juez, por su parte, acaba de procesar por corrupción nada menos que al vicepresidente de la Nación ante el silencio del Gobierno, mientras la selección nos convoca a "sufrir" nuestra ansiedad futbolera.

Así, la elección del futuro gobierno no forma parte de las prioridades de los argentinos que, dentro de 18 meses, deberemos concurrir a las urnas para escoger entre ofertas electorales que, por lo menos hasta aquí, lucen como incompletas o poco densas.

La implosión del sistema político argentino convirtió la democracia de partidos en una débil democracia de candidatos, en la que el marketing es más importante que las ideas; la edad o la estética más relevante que la conducta y las frases previsibles una obligación homologada. La escena se completa con sondeos de opinión que nos devuelven nuestra confusión y resignación fatalista, donde el ejercicio de la ciudadanía parece reducido a completar un multiple choice. Esto tiene poco que ver con la política entendida como diálogo entre diferentes y construcción de escenarios que garanticen el bien común.

La década de crecimiento económico consolidó una democracia de partido dominante y baja calidad institucional, fruto de la articulación entre populismo e ideologismo. El populismo es a la democracia republicana lo que el ideologismo a la ideología: una deformación deliberada que degrada las instituciones y la calidad de la política. La combinación de ambos, a su vez, facilita la naturalización de la corrupción. El primero transmite una "sensación" de bienestar de patas cortas y el segundo posterga todo cuanto sea posible la conformación de una coalición fuerte que haga realidad la alternancia en el poder.

En tanto, los falsos debates nos preparan para un nuevo capítulo de nuestra utopía rentística con base en el campo o en el petróleo, sin advertirnos que la riqueza de una nación depende no sólo del recurso sino de la competitividad y productividad de la economía, de tener instituciones fuertes, previsibilidad, moneda, respeto al federalismo e incentivos para inversiones.

La alternancia en el poder tiene como requisito que "diferentes" converjan en un programa de gobierno, con una agenda propia del siglo XXI, en la que los distintos actores construyan consensos que garanticen la gobernabilidad. En Chile y Alemania gobiernan coaliciones y sus logros son mucho más importantes que sus tensiones. En ambas experiencias, los ciudadanos sienten que su voto vale y es instrumento de cambio.

Calidad educativa, seguridad, lucha contra la corrupción, política agroalimentaria, energía que no es sólo Vaca Muerta ni Los Molles, política industrial, política exterior, política tributaria, inflación y distribución del ingreso son algunos de los títulos sobre los que deberían fundarse los esfuerzos convergentes para materializar por lo menos tres ofertas electorales robustas, capaces de motivar positivamente a una ciudadanía ganada por el "bostezo" y la apatía.

Hoy nos sobran candidatos, pero faltan políticos-estadistas, constructores de un escenario promisorio y de decencia que garantice la llegada de un gobierno reformista, que devuelva a la sociedad el entusiasmo por la vigencia de la ley y el funcionamiento de la república. Que haga realidad la revolución de la normalidad.