La alianza energética entre Rusia y China ha provocado inquietud en Occidente. El acuerdo gasífero por un total de 400.000 millones de dólares -algo así como el PBI argentino- es el mayor compromiso económico de la historia rusa y constituye, indudablemente, una respuesta a la vocación estratégica de una y otra nación.
En términos geopolíticos -es ésta la clave- el acuerdo permite a Moscú disminuir la dependencia económica de la Unión Europea, a cuyos países dirige la mayor parte de su exportación gasífera. Para China, a su vez, significa satisfacer las necesidades crecientes de provisión energética que su fenomenal desarrollo económico demanda. La pretensión de la República Popular es abandonar gradualmente el carbón, su principal y más barata fuente de energía, en favor de alternativas más eficientes económica y ambientalmente.
Por su parte, la semana pasada, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ambos países impusieron su veto en la resolución tendiente a condenar el régimen de Al Assad por violaciones a los derechos humanos en la guerra civil en Siria. El veto ruso y chino evitará al gobierno de Damasco ser llevado a la Corte Penal Internacional donde se pretende investigar las acusaciones por crímenes de guerra, en un conflicto que ha consumido casi 150.000 vidas en los últimos tres años.
La situación política de creciente aislamiento de Moscú por parte de Occidente parece compensarse por su acercamiento a Pekín. El acuerdo con China tiene lugar, precisamente, cuando Rusia es vista con preocupación por los EE.UU. y Europa por su rol en la crisis en Ucrania. En efecto, el representante chino ante la ONU se abstuvo en la votación que buscaba impugnar el referéndum independentista que tuvo lugar hace semanas en Crimea y que determinó por abrumadora mayoría la anexión de esta región a Rusia. En tanto, China enfrenta el temor de sus vecinos: Japón en especial se inquieta por la vocación expansionista del régimen de Pekín en los mares del Este y Sur de China.
El megaacuerdo con China, probablemente, no signifique el abandono de Rusia de su relación y su histórica identidad -parcial- europea. Entendida como un gigante entre dos mundos, Rusia tendrá en Pekín un espaldarazo a su estatura como actor internacional. La idea de la Rusia inacabada, al decir de Pushkin, esto es, abierta a todos los progresos, parece ser una constante en su devenir histórico. En Rusia, conviene recordarlo, conviven desde siempre dos tensiones centrales en su propia perspectiva respecto de su rol en el mundo: ¿un país de Europa? ¿Un puente entre Europa y Asia? No menos relevante es otra evidencia central de su historia: Rusia ha dejado escapar el Renacimiento y la Reforma. De ahí el salto hacia adelante de Pedro el Grande y su ventana a Occidente a través de la creación de esa joya que lleva su nombre: la ciudad de San Petersburgo.
Pero la alianza ruso-china, sin embargo, debe ser leída en perspectiva histórica. Contrariamente a lo que suele pensarse, las dos superpotencias comunistas estuvieron muy cerca de la confrontación militar directa. En efecto, en 1969, las relaciones sino-soviéticas alcanzaron su punto más bajo y sólo siete años después de la crisis de los misiles, el mundo pareció avanzar a la tan anunciada tercera guerra mundial. El liderazgo y la mirada estratégica de estadistas como Nixon y Kissinger permitieron comprender entonces que una China temerosa de quedar subsumida por el poder del imperio soviético era un actor central en el futuro y, de ese modo, los Estados Unidos reanudaron relaciones con Pekín a partir de 1972. La alianza con Nixon/Kissinger-Mao/Chou En-Lai, obviamente, tenía el objetivo de contener el expansionismo soviético y permitió lograr a lo largo de la década del setenta la detente entre EE.UU. y la Unión Soviética.
Hoy, los intereses permanentes de Occidente deberían llevar a sus dirigentes a pensar con realismo y buscar, como hicieron Nixon y Kissinger, las oportunidades entre las realidades existentes.
Esta comprensión, debería partir de la observación de una realidad inapelable: Rusia y China son, en términos históricos, naciones que se asumen a sí mismas como grandes potencias y actores centrales del proceso político global. Tanto en Moscú como en Pekín, la cúpula del poder político entiende que su rol central es devolver a sus naciones el tradicional rol de liderazgo mundial de antaño. La recuperación del orgullo nacional y la grandeza perdida constituyen el punto de partida de la agenda estratégica de los gobernantes rusos y chinos. Occidente debe comprender y aceptar el rol de ambas naciones como potencias históricas y, en especial, entender que en la actual etapa del capitalismo global, Rusia y China están destinadas a jugar un papel decisivo en el curso de los acontecimientos mundiales. Habrá de acostumbrarse a este regreso de China y Rusia al primer plano de la escena mundial.
Lo que más debería inquietar a Occidente, en rigor, no es el avance de potencias no-occidentales sino su propio retroceso en términos relativos. La historia tiende a condenar a quienes no comprenden sus tendencias más profundas.