Imaginé que de tanto consumir injurias contra los periodistas había terminado por comprar su leyenda negra, y que entonces temía realmente cualquier cosa. Que yo le robara la comida del plato, que lo apuntara con el dedo acusador o que termináramos a los gritos. Tuve que hacer algo tristemente insólito: explicar quién era, qué había hecho y qué pensaba sobre la historia contemporánea para que no me anexara automáticamente a cualquier colectivo económico o político. También explicarle las conductas de mi generación para que no me colocara en el anaquel de los setentistas, ni tampoco en el estante de los cómplices de la dictadura. El prejuicio como política de Estado obliga a estas prevenciones, y es muy difícil en un contexto de unanimidad rústica reivindicar la condición de ser inclasificable.
Una semana antes había almorzado con Horacio González en el restaurante de la Biblioteca Nacional. Mi intención era armar un improbable debate para la radio en el que los tres pudiéramos discutir sin derrotarnos sobre la actualidad del día a día. González parecía más melancólico y reflexivo que Forster: proviene de una larga militancia peronista y, por lo tanto, es más perezoso con la idea de que el kirchnerismo inaugura una etapa fundacional. Para González se trata sólo de un eslabón más en una larga cadena; para Forster es la aurora y la epifanía. Ricardo proviene del marxismo crítico y la escuela de Fráncfort, y es un novio tardío en el cruel y desconcertante planeta de Juan Perón. Conversamos aquella primavera en El Querandí sobre la experiencia europea, que Forster daba por agotada, y que más allá de crisis y desenlaces yo defiendo como lo que fue y es: el lugar más alto que alcanzó la civilización en materia de progreso, igualdad, cultura y derechos humanos. Me impactó descubrir cuánto valoraba ser recibido en Balcarce 50, un privilegio que evidentemente lo había transformado, y también que se trataba de una persona algo ingenua y (perdón) bienintencionada. Fue una charla amable en la que fuimos concediéndonos mutuamente alguna razón. Y al final caminamos juntos, pero no revueltos por el solcito de Plaza de Mayo y nos despedimos con promesas vanas. Me quedé con la idea de que era realmente posible debatir en serio con Carta Abierta, y que en la intimidad sus líderes, como hombres instruidos e inteligentes, vacilaban sobre sus propias creencias, dudaban sanamente del dogma.
Me sorprendí mucho cuando, cinco días después, leí un enigmático artículo de Forster en el que reproducía algunos temas que habíamos tocado y señalaba que muchos miembros de mi generación abrazamos alguna vez ideologías positivas y respetables, pero que el menemismo, la antipolítica y los medios hegemónicos nos habían pervertido. Pensé en un clérigo que en la privacidad de una comida le admite a un agnóstico algunas macanas evidentes de la liturgia y que después, atormentado por la culpa de haber descreído, lanza diatribas contra los herejes que discuten las verdades esenciales, y trata de explicar que el diablo les ha lavado el cerebro.
Luego en el transcurso de la última radicalización kirchnerista, me indignaron algunas postulaciones burdas y silvestres de Ricardo Forster. Sus antiguos maestros y compañeros de ruta insisten en señalar que su ego no pudo resistir el estrellato al que lo catapultaron Néstor y Cristina. Y le reprochan haber renunciado a la autonomía de pensamiento, puesto que son incompatibles la independencia con la obediencia. Existe una larga tradición de conflicto entre intelectuales que subordinaron su pensamiento al partido, creyendo cándidamente que era posible ser a la vez hombres libres y soldados. Pensadores verdaderos y burócratas. A los 48 años, Ricardo Forster descubrió las bondades peronistas; a los 54, la política pura y dura. Y a los 56, descubre el Estado. Todas parecen haber sido secretas asignaturas pendientes de su vida.
El cultor de Walter Benjamin se enteró por la radio de que sería el titular de la inquietante Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, y se vio obligado a aclarar que esa oficina orwelliana no ejercería un comisariato. Los opositores creen lo contrario. Que es una ocurrencia de la Presidenta para ejercer también el poder de policía sobre las ideas. Pinta, en verdad, como algo más simple: no permitir que los intelectuales se vuelvan críticos en este último año y medio de gobierno desflecado, algo que se empezaba a insinuar con tibieza. En ese mismo sentido deberían leerse las generosas facilidades que el Poder Ejecutivo les dará a medios chicos para que éstos no comiencen a despegarse y a negociar ya mismo con los candidatos que en el futuro les garantizarán la publicidad oficial.
No resulta muy creíble imaginar que Cristina y Zannini pretendan cambiar la mentalidad de los argentinos en sólo dieciocho meses. A veces pueden resultar fantasiosos y grandilocuentes, pero no tanto. Esa Secretaría es sólo un sidecar con presupuesto para que los propios no se alejen y para que los tibios no se enfríen. Habrá seguramente muchos viajes, becas, premios y vituallas para quienes acepten, y anchoas en el desierto para los inadaptados. Siempre es bueno recordar que el Gobierno ha practicado desde ésa y otras carteras la discriminación ideológica.
¿Cambiará el filósofo este vergonzoso modus operandi? Sus primeros amagos van en el sentido de abrir en lugar de cerrar, pero ahora tiene jefes directos e implacables, y la obligación de coordinar estrategias para el pensamiento nacional. Es irónico que haya caído en sus manos ese tópico del nacionalismo vernáculo con el que nunca se sintió del todo cómodo. Ni Forster ni muchos otros ex izquierdistas cooptados por el kirchnerismo comulgan demasiado con la concepción revisionista. Y de hecho miraron siempre con cierta desconfianza al Instituto Manuel Dorrego, que creó Cristina. En el mundo académico, la tensión entre la historia liberal y la revisionista quedó superada hace treinta años. Y muchos científicos de la historiografía que adhieren al cristinismo tuvieron que coserse la boca para no poner el grito en el cielo.
También en el mítico terreno de "lo nacional" el Gobierno ha sido más retórico que concreto. Los kirchneristas ensayaron la impostura de un falso nacionalismo. La intocada matriz económica, más allá de algunas excepciones como Aerolíneas (ese costoso juguete de La Cámpora), así lo demuestra. Cristina confraternizó durante años con Repsol y cuando estatizó YPF lo hizo para entregarles su explotación a Chevron y a otras multinacionales de buena voluntad. El federalismo, valor sagrado de los revisionistas, fue vulnerado como nunca antes: la Casa Rosada se apropió de los fondos y practicó con ellos una grave arbitrariedad unitaria.
Forster llega a la función pública cuando la estrategia central consiste en amigarse con Europa y con Washington. Hebe de Bonafini saludó su designación y le aconsejó no llevarles el apunte a sus críticos, a quienes llamó "ratas". Ella justamente es un penoso ejemplo de cuánto ensucia el poder, y los riesgos que los amateurs corren al mezclarse con los tiburones de una burocracia turbia. Si pudiera volver a almorzar con Ricardo, también yo le daría un consejo fraternal: "Tenga mucho cuidado con lo que le dan a firmar, compañero".