En el anochecer de ayer, en la Plaza de Mayo, Cristina Fernández hizo casi lo opuesto. Utilizó su tribuna, desde la cual vituperó por años a demasiada gente, para vestirla imaginariamente de un púlpito con palabras y exhortaciones que casi de modo literal se pudieron recoger en la homilía del Arzobispo porteño, cardenal Mario Poli, en el Tedeum de la Catedral. O también, por qué no, en el último documento de la Conferencia Episcopal y hasta en la epístola, auténtica o “trucha”, que Francisco le envió a la Presidenta con motivo de la celebración de la fecha patria.
Solo la vanidad le jugó una mala pasada a Cristina cuando osó compararse con Jesucristo y La Última Cena. Pero hilvanó palabras sueltas e invocaciones como “el amor por el otro”, la imperiosa necesidad “del diálogo”, el ruego para ser “mejores todos cada día” y el entierro a las “descalificaciones”. La sorpresa no concluyó allí.
Cristina también pidió perdón ante la multitud, quizás para compensar aquel gesto de altanería inicial.
Con esas señales inequívocas a la vista, pareció quedar claro que en medio del megashow montado por el 25 de Mayo el mensaje político presidencial tuvo un sentido dominante: sellar la paz de su Gobierno con la Iglesia, tratar de mutar las treguas periódicas en una convivencia permanente. De esa manera pretendería transitar el año y medio largo que le resta a la transición.
Esa actitud de Cristina tendió a corresponder el esfuerzo que, en ese aspecto, viene realizando Jorge Bergoglio desde el día mismo que se coronó Papa. En ese derrotero hubo un episodio clave: la audiencia de Estado que en marzo le concedió en el Vaticano, cuando la economía tambaleaba y el peronismo amagaba dispersarse. Ese encuentro representó el anclaje político más sólido que hallo hasta ahora la Presidenta. El peronismo y el no peronismo lo entendieron. Otros soportes van y vienen, según soplen los vientos de la realidad.
Aquel afán de Francisco reconoció otros gestos que llegaron a tiempo para capear amenazas de tormenta. La Presidenta y el kirchnerismo se encresparon cuando los obispos denunciaron que la Argentina “está enferma de violencia”. No hubo escalada sin retorno porque algunos curas, por pedido del Papa, salieron a relativizar el sentido de la declaración. Ese texto, sin embargo, reflejó el pensamiento vivo de Su Santidad sobre nuestro país.
Después llegó el turno de la novela vaticana con la carta de salutación por el 25 de Mayo. Fuentes de la Iglesia siguen apuntando que algo extraño sucedió. Pero que sería concerniente a la interna Vaticana —que con varios fogonazos está a la vista— antes que a alguna responsabilidad del Gobierno. Como ocurrió con el documento de los obispos, Francisco cerró cualquier discusión adjudicándose la autoría de la misiva.
Habría que seguir una sola pista, probablemente durante mucho tiempo, para intentar desmenuzar la verdad. Fue el jefe de protocolo vaticano, monseñor Guillermo Karcher, también argentino, quien descalificó con verba inusual para el clero aquella carta. Luego, sin matices, reconoció su autenticidad. Si se trató de un error o una irresponsabilidad personal, quizás en algún momento los pueda pagar con su cargo. De lo contrario, las sospechas sobre la novela vaticana pervivirán.
Francisco no quería que ningún cortocircuito pusiera en riesgo la presencia de Cristina en el Tedeum, al que había asistido por última vez junto a Néstor Kirchner en mayo del 2004. Ese día el cardenal Bergoglio machacó con la corrupción y la pobreza, alusiones que enojaron al matrimonio. Desde entonces la tradición de la asistencia presidencial a los Tedeum se rompió. Rehacerla era la prioridad del ahora Papa.
Cristina asumió ayer ese desafío con gran naturalidad. Se la vio distendida desde que ingresó a la Catedral y durante toda la misa. Contrastó con la tensión inicial de monseñor Poli, que caminó junto a ella rígido como una estatua. Quizás la Presidenta se sintió segura porque todo el público que concurrió lo hizo sólo con una invitación especial. Adentro y afuera del gran templo se pudo recoger un montón de postales políticas. Amado Boudou sentado junto al senador radical K Gerardo Zamora, el Presidente Provisional del Senado que ungió la mandataria por si el vicepresidente llega a sufrir el peor traspié en el escándalo Ciccone. Carlos Heller y Martín Sabbatella, c omo sapos de otro pozo en una ceremonia inadecuada para sus pasados peceístas. César Milani, el jefe del Ejército, casi dos horas impertérrito cerca de diputados camporistas. Cristina, efusiva en los saludos con los propios aunque protocolar y distante con Mauricio Macri.
La calle estuvo custodiada, desde temprano, por el Movimiento Unidos y Organizados.
Allí se zambulló Boudou cuando dejó la Catedral para recibir un poco de amor. Con la música y con el paso de las horas fue llegando el grueso del público que terminó redondeando, quizás, el acto popular mas impactante del alicaído segundo mandato de Cristina.
La Presidenta, en el día celestial en que buscó cerrar el conflicto con la Iglesia, desgranó también otras cosas no tan piadosas. Confesó que no le interesa la unidad nacional si eso significa “volver atrás”. Advirtió que “mientras haya un solo pobre estará en deuda”. Aunque su Gobierno los fabrique con sus políticas económicas equivocadas y los desconozca con su necedad. Se atribuyó el patrimonio de las fiestas populares del 25 de mayo, ignorando grandes desfiles militares en épocas dictatoriales con fuerte participación colectiva. ¿Errores, contradicciones, falsedades? Seguramente. De no haber existido todo eso, no habría sido ella quien habló, saludó y bailó en la pasarela ante la gente.