Sin duda, fue el francés Pierre Bourdieu quien lo expuso con mayor lucidez. Para él, la sociología de la cultura terminó siendo un capítulo -"no menor", pensaba- de la sociología del poder, en tanto las estructuras simbólicas, que son su objeto, constituyen una dimensión central de todas las formas de imposición de la voluntad de un grupo sobre otro. Eso significa, en última instancia, que los símbolos son el soporte de la legitimidad, el atributo que confiere prestigio y reconocimiento a los que ejercen el poder.

Por esta razón las luchas políticas devienen, muchas veces, en combates por la posesión de la "verdad" -el capital simbólico por excelencia- presentada bajo la forma de constataciones empíricas, interpretaciones de la historia o magnitudes matemáticas. Para los grupos que disputan el poder, el triunfo consiste en demostrar, con el auxilio de la ciencia o de la autoridad moral, que se posee esa verdad, confinando al adversario a la mentira y el fraude. Bourdieu invitaba a los sociólogos a sortear estas prácticas, tomando como objeto de estudio las luchas de poder, en lugar de caer en ellas.

Las democracias inteligentes -no necesariamente ricas, sino lúcidas- tienen otro método para evitar interminables e inservibles luchas simbólicas. Establecen parámetros, cualitativos y cuantitativos, que aseguran el funcionamiento cotidiano de la sociedad y permiten evaluar sus resultados. Una constitución política y un instituto de estadísticas públicas cumplen, en este sentido, la misma función: acordar reglas de juego y magnitudes de rendimiento no discutibles. Por cierto, las reglas no son talismanes infalibles y tampoco cancelan la complejidad de los problemas sociales, pero ofrecen un marco para coordinar expectativas y conductas. Su contracara es el lugar común de los sociólogos argentinos: la anomia.

La magnitud de la pobreza, una medida crucial para evaluar la calidad de la vida social, volvió a ser en estos días el foco de una controversia típica de un país sin estadísticas confiables. Tres mediciones recientes discreparon con la oficial, la del Indec, que data de 2013 y estableció el porcentaje de hogares "pobres" en el 3,7%. La más controversial para el Gobierno proviene de la Universidad Católica, que lo fijó recientemente en 27%. Cerca de este valor (28,5%) se ubicó la versión de la CGT opositora y casi once puntos más abajo (17,8) la de la CGT oficialista. Cada grupo reivindicó y justificó su metodología, aunque resulta evidente que, con variaciones, la UCA y las centrales sindicales coinciden en un notable aumento de lo que operativamente se denomina "pobreza": la cantidad de hogares que no alcanzan a cubrir una canasta básica compuesta por alimentos, bienes y servicios imprescindibles.

Detrás de la medición de la pobreza anida un conflicto político indisimulable entre el Gobierno, la Iglesia Católica y los sindicatos, tres factores históricos de poder en la Argentina. Es congruente que polemicen cuando los resultados económicos del país decaen y la sociedad muestra signos de preocupación y desánimo. Cada sector postula su misión simbólica, usando distintas denominaciones: el Gobierno defiende al pueblo humilde; los sindicatos, a los trabajadores más postergados; la Iglesia, a los pobres. Bajo tres denominaciones diferentes, se dice la misma palabra: pobreza, asignándosele diferentes valores y sentidos.

Pero la pobreza es más que una palabra. Acaso la Iglesia y los sindicatos estén entendiendo el problema con mayor penetración que el Gobierno. Y, por lo tanto, cumpliendo mejor su programa simbólico: defender a los que menos tienen. En este contexto adquiere su significado más devastador la destrucción de las estadísticas públicas que llevó a cabo la administración. Ellas deberían cumplir la función de vara de medida del Estado benefactor, una particular preocupación del populismo. El Gobierno concluye sin que se sepa a cuántos argentinos arrancó de la pobreza y la indigencia, cuántos volvieron a ellas, cuánto produjo exactamente la economía, cuántos puestos de trabajo genuino se crearon.

Pero tal vez haya un problema más hondo: la disputa irresuelta por el número de pobres refiere a una definición técnica, no a una sustancial. Es una lucha por las clasificaciones y los rótulos, en términos de Bourdieu. Si no hay acuerdo sobre cuántos argentinos están por encima o por debajo del valor de una serie de bienes y servicios, se postergará sin fecha debatir qué es la pobreza más allá de ese criterio sencillo, casi tosco. Según las conclusiones de Amartya Sen, premio Nobel de economía, el ingreso y el consumo de los pobres es apenas un medio para un fin más sofisticado: desarrollar sus capacidades de desempeño social. Eso quiere decir que no habrá canasta de bienes que valga si no existe, en paralelo, la intención de convertir a los que menos tienen en ciudadanos capaces de definir y construir su propio destino.