Una repentina ansiedad empuja al Gobierno a hablar de lo que sucederá en 2016 más que de los graves problemas actuales. Los balances que hace, sin que se los pidan, son apresurados y parciales. Una política oficial encerrada, cargada a veces de palabras violentas, cohabita con una economía peor de lo que era, por ejemplo, hace nueve años. Una sociedad dramáticamente desordenada sobrevive condicionada por un virtual estado anárquico en el espacio público y por el apogeo del crimen. Nunca, en más de 30 años de democracia, se echó tanto de menos a la política como en el sexenio de poder de Cristina Kirchner.
El antídoto que el cristinismo encontró para su futuro paseo por el desierto es "empoderar" (hay palabras menos feas para decir lo que quiere decir) a la sociedad. El sistema democrático le otorga todo el poder necesario a la sociedad. Los gobiernos autoritarios, aunque hayan surgido de elecciones populares, son el único riesgo para el poder democrático de la sociedad. Pero, si los argentinos estuvieran carenciados de poder, ¿no sería también culpa de los casi once años de gobierno kirchnerista? Pocas cosas de las que ocurren en la Argentina actual escapan a la responsabilidad de los que ahora están en el poder. El kirchnerismo lleva gobernando un tercio de la nueva experiencia democrática argentina. Los jóvenes de hasta 28 años no recuerdan una época sin los Kirchner.
El problema fundamental de Cristina Kirchner fue la falta de confianza en su manejo de la economía. Esa desconfianza es vasta y extendida en el tiempo. Durante sus primeros cuatro años en el Gobierno se fueron del sistema financiero 80.000 millones de dólares. En los últimos dos años, cepo cambiario mediante, huyeron otros 20.000 millones de dólares. Es difícil establecer el momento en que comenzó esa desconfianza. ¿Fue la guerra con el campo de 2008? Puede ser, aunque los síntomas son previos. En 2008, apareció un Estado que empezaba a tener problemas con los recursos y decidió hurgar en el bolsillo del sector más dinámico de la actividad privada.
En ese mismo año, en 2008, Cristina Kirchner interpretó la caída del banco Lehman Brothers como un colapso definitivo del sistema capitalista. Recorrió el mundo explicando esa necrológica prematura. José Luis Rodríguez Zapatero y Nicolas Sarkozy, entonces líderes de los gobiernos de España y Francia, recibieron en público, pasmados, las lecciones de la presidenta argentina sobre el final de una era en la economía del mundo. Se equivocó. El capitalismo no murió, aunque deberá corregir algunos de sus rasgos. Sea como haya sido, lo cierto es que la inversión externa directa en la Argentina se derrumbó a la mitad después de sus guerras y de sus cátedras. Pasó de unos 10.000 millones de dólares anuales a unos 5000 millones.
Cristina Kirchner había decretado, entre otras defunciones, la extinción definitiva del Fondo Monetario Internacional. El Fondo sigue ahí, y ella no quiere volver a ese organismo, aunque lo necesita, porque sabe qué cosas le pedirá. El sinceramiento de todas las estadísticas argentinas. El problema no es el Fondo. La Presidenta puede aceptar el blanqueo de algunas cifras de la coyuntura, pero la sinceridad absoluta la dejaría sin discurso, sin un pasado bueno y sin futuro. ¿Cómo explicar que en su país un tercio de la sociedad, unos quince millones de argentinos, vive en la pobreza y que cinco millones son indigentes después del período de crecimiento económico más importante desde la Segunda Guerra? Un economista liberal, Carlos Melconian, sitúa la pobreza en el 30 por ciento de la población; los cálculos de un economista de centroizquierda, Claudio Lozano, la elevan un poco más, hasta el 32 por ciento. La Universidad Católica la fijó en más del 27 por ciento. Tantos y tan distintos no podrían coincidir en cifras parecidas si las cifras no fueran verídicas.
El desempleo real en la Argentina es un misterio porque el método de medición es enredado y enigmático. El Gobierno asegura que el desempleo es de sólo el 7 por ciento, pero en sus mediciones figuran como empleados todos los que reciben subsidios por estar desempleados. Según Lozano, un 22 por ciento de la población económicamente activa tiene problemas de trabajo (desempleo, subempleo y subsidios). El porcentaje es enorme y no muy distinto del que dejó Menem cuando se fue del gobierno. El kirchnerismo logró bajar del 61 al 34 por ciento el trabajo informal entre 2003 y 2007, pero desde entonces no hubo ningún progreso. Sigue en el 34 por ciento.
La masa de subsidios, que incluye sobre todo a los de las tarifas de servicios públicos, pasó de significar el 0,5 por ciento del PBI en 2005 (todavía con las secuelas de la gran crisis) al 5 por ciento en 2013, según un estudio del economista Enrique Szewach. En 2005 había un superávit fiscal del 5 por ciento. Ahora el déficit fiscal oscila entre el 2 y el 4 por ciento; el número depende de si se cuentan o no los recursos que el Banco Central y la Anses le transfieren al Gobierno. El kirchnerismo debe ser contrastado con el propio kirchnerismo. La evocación de 2003 es injusta; el país venía de su peor tragedia colectiva.
Néstor Kirchner insistió durante su mandato en la necesidad de conservar la disciplina fiscal, pero luego, durante el gobierno de su esposa, el ex presidente consintió en ir abandonando esa política. Alberto Fernández, que fue jefe de Gabinete de los dos Kirchner, suele decir que, a partir de la guerra con el campo, Néstor Kirchner "dejó de ser un político para convertirse en el esposo de la Presidenta. Es decir, se dedicó a tiempo completo a cuidarla a ella".
Aquella desconfianza en la conducción económica de la Presidenta agravó aún más la tendencia de los argentinos para hacer del dólar su moneda de ahorro. La moneda nacional, el peso, no les sirve para ahorrar, sino para consumir, que es lo que sucedió con más tenacidad desde el cepo al dólar. Eso pasó hasta que la inflación fulminó el tipo de cambio. La estabilidad cambiaria posterior se consiguió a cambio de un brusco freno de la actividad económica. Es lo que podía hacer el presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, y lo hizo.
El resto es responsabilidad del ministro de Economía, Axel Kicillof, pero éste no termina nada de lo que empieza. Ni avanzó con el Club de París, ni acordó la disidencia con el Fondo Monetario, ni siguió con la política de bajar los subsidios a las tarifas de servicios públicos, ni abrió fuentes de financiación externa a su gobierno. Varios funcionarios entrevén que Kicillof camina sin remedio hacia una nueva crisis como la de enero pasado. Podría suceder después de julio, cuando hayan cesado los ingresos de dólares por la venta de soja y las distracciones por el Mundial de Fútbol.
En ese contexto de perentorios desafíos, los funcionarios se plantean con obsesión cómo condicionarán al próximo gobierno, y no cómo resolverán los problemas del presente. Basta releer el discurso del influyente Carlos Zannini ante la militancia cristinista, el domingo pasado, para concluir que hay más resentimiento que resignación, más amenazas implícitas que aceptación de lo inevitable.
En aquel sermón, Zannini arengó a los jóvenes a interpelar a los candidatos presidenciales sobre qué harán con la Asignación Universal por Hijo o si volverían a privatizar YPF. Hay cierta vaciedad en esas preguntas. La Asignación Universal por Hijo fue un proyecto de Elisa Carrió y Alfonso Prat-Gay, que luego hizo suyo el resto de la oposición. Cristina Kirchner les hurtó el proyecto poco antes de las elecciones que la reeligieron en 2011. Mauricio Macri, el único opositor que criticó abiertamente la expropiación de YPF, señaló al mismo tiempo que la petrolera no debería volver a privatizarse. "No sería serio vivir cambiando de manos a esa empresa", dijo. Las respuestas a las preguntas de Zannini ya fueron respondidas. Esas preguntas sólo se justifican en el fanatismo ciego, y desinformado, que el kirchnerismo inculcó en muchos jóvenes.
En tales condiciones, es lógico que otro legado del cristinismo sea un peronismo fuertemente dividido en las próximas elecciones presidenciales. Será otra regresión. Eso sucedió cuando se eligió presidente en 2003. Entonces, la crisis de 2001 y 2002 estaba presente todavía. Después de una década de riqueza espoleada por las condiciones internacionales, quedará muy poco de lo que hay. El kirchnerismo podría ser una minoría influyente después de 2015, pero una minoría al fin.
Sin un heredero político genuino, tampoco Cristina Kirchner tiene muchas salidas para reformular su gabinete y sus políticas en el año y medio que le queda de gobierno. Ningún otro presidente de la democracia (ni Néstor Kirchner) hubiera nombrado a Kicillof como ministro de Economía y a César Milani como jefe del Ejército. Es lo que hay. El problema de la Presidenta ya no se refiere a quiénes nombraría en reemplazo de los que están. Su pregunta es más dolorosa y carece de respuestas: ¿Quiénes aceptarían cargos ahora en una administración sin destino, presa de un empedernido discurso, tutelada por el capricho?.