Con un sistema de partidos débil, reglas electorales rígidas y necesidad de hacer alianzas, el riesgo de errar en el diagnóstico es muy grande. Fuera del ámbito del peronismo , muchos apuestan a la contraposición entre dos alianzas partidarias , de izquierda y derecha. Sin duda la democracia necesita partidos organizados , capaces de construir la agenda pública, proponer las grandes opciones y construir alianzas. No tuvimos muchos de ésos en el pasado, y sería bueno llegar a tenerlos. Es discutible, en cambio, que izquierda y derecha sea la única forma de organizar las opciones y, sobre todo, que ésa sea hoy la opción principal. Dudo incluso de que alguna vez lo haya sido, en los cien años que llevamos de experiencias democráticas.
En 1912, con la ley Sáenz Peña, se imaginó un sistema de dos grandes partidos, organizados y de ideas, como los conservadores y liberales de la época. El sistema de lista incompleta aseguró el lugar de las minorías y la posibilidad de la alternancia. Pero el sistema de partidos no llegó a constituirse. Los socialistas, adecuadamente organizados, sólo existían en la Capital; los conservadores, fuertes en muchas provincias, fracasaron una y otra vez en conformar un partido nacional. El radicalismo fue el único partido organizado, aunque su jefe, Hipólito Yrigoyen, convencido de encarnar a "la Nación misma", estaba poco interesado en el diálogo. En el gobierno, el radicalismo recurrió a los trucos de la vieja política: distribuir puestos públicos y usar la policía en las elecciones. Con todo eso, conformó una fuerza electoral imbatible, a la que sus adversarios llegaron a calificar de comunista o de fascista. ¿Era de izquierda o de derecha?
En la década de 1940 pudo haberse constituido una alianza de partidos de centroizquierda, estimulada por la polarización ideológica del mundo contra el fascismo. Radicales, socialistas y comunistas esbozaron un frente popular antifascista al que se sumaron sindicatos, organizaciones civiles e intelectuales, y que terminó de cuajar en 1943, con un gobierno militar, con simpatías por el nazifascismo. En 1945 el triunfo de los aliados auguró el triunfo de la coalición antifascista, con un programa de democracia institucional y reformismo social de posguerra. Pero Perón cambió todo. Con el respaldo del Ejército y de la Iglesia, convocó a los sindicatos con una propuesta tangible de reformas sociales y amalgamó otros sectores, interpelados en nombre del pueblo y de la Nación. En el gobierno, combinó la democratización social con el autoritarismo dictatorial y la facciosidad. No fue un partido, sino un movimiento, confundido con el Estado. ¿Fue de izquierda o de derecha?
Desde 1955, los militares digitaron la democracia, proscribieron el peronismo y condenaron así a la ilegitimidad a los otros partidos. Cuando Onganía pasó del pretorianismo a la dictadura, los partidos acordaron las bases de una transición democrática. Con el abrazo de Perón y Balbín se cerró la vieja brecha, y en 1973 hubo un presidente electo, respaldado por sus opositores, de izquierda y de derecha. Al fin había reglas compartidas y diálogo entre adversarios. Pero, por otro lado, lejos de los partidos y del Congreso se desarrolló una fortísima conflictividad, presente en la puja distributiva, en el seno del peronismo y alrededor de la lucha armada. No sé quién estaba entonces a la derecha y a la izquierda. Pero es claro que la armonía de los partidos no alcanzó para que el gobierno, envuelto en una crisis fenomenal, pudiera sostenerse.
En 1983, con la ilusión democrática se reconstruyeron los partidos políticos, con los mejores augurios. Hubo afiliación masiva, nuevos dirigentes, programas y debates. El peronismo se reorganizó, aceptó ser una fuerza entre otras y entró en el juego democrático. En 1988 tuvo una elección interna ejemplar y en 1989 venció al radicalismo. Compitieron Angeloz y Menem. No sé bien quién estaba entonces a la izquierda, pero el sistema parecía empezar a funcionar.
Pero la hiperinflación de 1989 y la crisis de 2001 contribuyeron a destruir la ilusión democrática, deslegitimar la representación política y pulverizar el sistema de partidos. A caballo de ambas crisis, el peronismo volvió al poder y de hecho no lo abandonó hasta hoy. Algunos consideran que Menem fue una versión peronista de derecha y Kirchner, otra de izquierda. No me parece; para el punto de vista que aquí nos interesa, ambos son uno solo. Desde 1989 el peronismo dejó de ser un partido o un movimiento, para convertirse, más sencillamente, en la herramienta política de un conjunto de gobernantes que, cada uno en su nivel, construyen su poder con recursos del Estado. Esa notable máquina política, engrosada con no pocos tránsfugas, sólo se preocupa por la caja y el poder. En estas dos décadas largas, el Estado no sólo desertó de sus funciones básicas, sino que perdió la capacidad para controlar a sus gobernantes, limitar el saqueo o corregir los gruesos errores de gestión. Un Estado destruido y una máquina política gigantesca, aferrada a un cuerpo exangüe, es lo que dejan a quien tome la posta en 2015.
En suma, nuestra centenaria tradición política no nos ha dejado partidos de derecha e izquierda, y ni siquiera muchos partidos; salvo la UCR, el resto son hoy construcciones potenciales en torno de dirigentes que, como polos magnéticos, procuran atraer a una nube de políticos de convicciones débiles y apetencias grandes. Tampoco hay instituciones, ni Estado, ni república, sino un gran desquicio en cualquier lugar que se mire. Hoy, en las vísperas, creo que la opción política principal pasa por la continuidad de este estado de cosas o su reversión, que consiste en primer lugar en reconstruir el orden y las reglas, y también los partidos.
Un buen sector de los políticos, especialmente entre los peronistas, preferirá eludir los grandes riesgos, limitarse a cambiar las cosas ligeramente, eliminar lo más escandaloso, mejorar el diálogo, hacer una limpiada de cara y mantener lo sustantivo de un estado de cosas caótico pero altamente productivo para quienes lo gobiernen. Suele llamarse a esta alternativa "transformismo": el famoso "cambiar algo para que nada cambie". No sé si es una alternativa de derecha o de izquierda, pero estoy seguro de que no me gusta.
Al otro lado están quienes consideran prioritaria la reconstrucción de las instituciones, el Estado, la sociedad y todo lo demás. Entre ellos hay peronistas; no se cuántos ni con qué convicción. Su tarea se asemejará a la de desactivar una bomba de tiempo. Habrá problemas técnicos y de gestión, pero sobre todo inmensas dificultades políticas, pues cualquier propuesta que altere el statu quo deberá enfrentar los intereses constituidos, de muchos prebendados por el Estado y de otros que se acostumbraron a vivir en la amplia zona de legalidad gris de estas décadas.
Quienes coinciden en que ésta es la tarea prioritaria tienen ideas diferentes sobre el destino final deseado. Por ejemplo, querrán un poco más de Estado o de mercado. Será una discusión muy importante, pero que no tiene mucho sentido hoy, cuando el Estado y el mercado están corroídos por el prebendarismo y lo seguirán estando si el país es gobernado por alguna variante transformista.
Para llegar a esa discusión, hay tareas previas que requieren la construcción de una voluntad política muy fuerte y muy convencida, todavía inexistente. Que pueda superar las duras condiciones del régimen electoral y las mucho más duras de gobernar. Los políticos tienen hoy en sus manos esa construcción, pero la opinión pública puede orientarlos, estimularlos en un sentido u otro. La opinión puede atraer a la causa de la reconstrucción a quienes son algo permeables a la opción transformista. También puede ayudar a que confluyan quienes, teniendo diferentes ideas sobre el futuro, coinciden en qué es lo que hay que hacer ahora. Creo que plantear hoy las cosas en términos de izquierdas y derechas no sólo es erróneo respecto de la historia del país, sino inadecuado para las opciones de la hora.
El autor es miembro del Club Político Argentino y de la Universidad de San Andrés