A la vista de la multiplicidad de precandidatos que colmaron ayer el escenario del teatro Broadway en su búsqueda tumultuosa de la presidencia a partir del Frente Amplio-UNEN, lo primero que llegaba al observador era una imagen de desorden, de confusión. Y sin embargo podría decirse que, a través de este aparente tumulto, todos los manifestantes buscaban lo mismo. Lo dijo una vez el rey Carlos V: "Mi primo Francisco y yo, en el fondo, estamos de acuerdo: los dos queremos Milán".
Lo que pasa es que, para alcanzar esta culminación de la unidad, hay que atravesar los desfiladeros de la multiplicidad. Antes de que uno solo se siente en el sillón de Rivadavia en 2015, son muchos los que desfilarán delante de él. El hecho de que decenas de ellos aceptaran fotografiarse juntos en el Broadway ayer fue una muestra de lo que llamaríamos su "armonía competitiva", es decir que, por lo pronto, no se consideraban enemigos unos de otros, lo cual, si recordamos el encono que ha envenenado nuestra vida política, ya es mucho.
Al final de este proceso múltiple, por lo tanto, habrá un solo presidente. Pero a esta visión de la unidad sólo llegaremos a través de una multiplicación previa, y en esto consiste la gracia de la república presidencial: que somos muchos, pero finalmente seremos uno solo hasta el día en que los protagonistas, de nuevo, se multipliquen. Sólo un zángano fecundará a la reina, pero muchos zánganos volarán en torno a ella.
Diversas operaciones matemáticas se suceden, así, unas a otras. Primero, por lo pronto, hay que "multiplicar": es la "hora del Broadway". Después habrá que "dividir" hasta que queden eventualmente sólo dos candidatos y uno venza al otro. Éste, para poder gobernar, tendrá que sumar, pero la oposición necesitará restar, para confrontarlo. Y así, la madeja del poder se irá tejiendo y destejiendo con infinita paciencia.
Ésta es la lógica, al parecer interminable, de la república democrática. Es, si se quiere, cansadora. Pero ¿cuál sería su alternativa? ¿Que alguien se quede, definitivamente, con el poder? ¿Que se aquieten las aguas? ¿Que cese el tumulto del pluralismo? Ésta fue la vocación kirchnerista. Pero a cambio de la simplificación que buscaba, lo que casi obtuvo se acercó a la autocracia. El cristinismo fue la más reciente expresión de esta vocación autoritaria. Por más de diez años, pretendió reducirnos a la unidad de la "no república". Hoy, apenas el 10% de los argentinos siente nostalgia por este intento. La Argentina vuelve a ser lo que verdaderamente es: complicadamente republicana. Es lo que son, por otra parte, las repúblicas exitosas de nuestro tiempo.
La relación entre la democracia republicana y las matemáticas no es, por lo visto, sencilla, pero ¿podría darse, acaso, de otra manera? Ya vimos que esta relación implica una sucesión de operaciones contradictorias: primero, multiplicar los precandidatos; después, dividirlos; en tercer lugar, que se enfrenten de a dos, en una suerte de final; que alguien sume después, para poder gobernar, pero que alguien reste desde la oposición, para impedir la dictadura y que, después de pasado un plazo, el vuelo de los zánganos vuelva a empezar. Y entonces se plantea una pregunta inevitable: ¿a qué viene todo esto? ¿Qué justifica esta enorme complicación de la república democrática?
Debería llamarnos la atención, en este sentido, la meta casi imposible que se han propuesto alcanzar las repúblicas democráticas: nada menos que reconciliar dos ideas aparentemente opuestas como son la autoridad de los que mandan y la libertad de los que obedecen. Es que la república democrática es un régimen mixto porque, si desciende demasiado en dirección de la pérdida de la autoridad, cae en anarquía, y si se excede en sentido contrario, se desborda en autocracia. Hay que recordar aquí la doctrina del justo medio entre los extremos que proponía Aristóteles. Ni tan poca autoridad que asome el peligro de la anarquía ni tanta autoridad que se anuncie el Leviathan de la autocracia. Éste es el equilibrio, tan difícil de obtener, de la república democrática.
Una vez que hemos escapado del peligro autoritario, empero, habría que consignar esta decisiva ventaja: ninguno de los manifestantes del Broadway asoma como un posible Leviathan desde la centroizquierda. Tampoco se perfila otro Leviathan, con Macri, desde la centroderecha. ¿Estamos salvados? ¿Empezamos a dejar atrás el dilema entre los dos extremos de la autocracia y anarquía que nos incapacitó durante tanto tiempo? Esta expectativa, por primera vez en nuestra historia desde los años 30, hoy ya no parece una mera ilusión, sino una esperanza fundada.