En cambio, en los últimos años, dicha producción ha registrado un crecimiento muy lento con caídas importantes en algunos años en parte por condiciones climáticas adversas, pero sobre todo por efecto de los altísimos derechos de exportación y otras restricciones al comercio internacional de granos y oleaginosos.
En efecto, los impuestos a las exportaciones agrícolas, compensados solo parcialmente por los buenos precios en dólares de estos alimentos, restaron incentivos económicos para seguir invirtiendo importantes sumas por hectárea en semillas, fertilizantes, herbicidas, pesticidas, riego, por lo cual las aplicaciones quedaron por debajo del óptimo y así también los rendimientos potenciales. En 1989 teníamos un nivel productivo de 29 millones de toneladas, pero como bajamos las retenciones de 45% a cero en un cronograma gradual de rebajas de tres años, la producción se triplicó, sobre todo al tener un claro horizonte económico que facilitó la implementación del gran cambio tecnológico como fue el de la siembra directa, o labranza cero, como la llamábamos en aquella época a la siembra sin arar. En la última década, se reimplantaron las retenciones y éstas fueron un freno para la expansión productiva, sobre todo al combinarse con atraso cambiario.
El gran aporte de los agricultores fue modernizarse y hacer crecer el volumen físico de producción de su sector desde 1 millón de toneladas en 1890 hasta los 96 millones de toneladas en promedio actuales. Esto fue logrado a pesar de las trabas que se impusieron desde los gobiernos en algunos períodos. El impacto de estas políticas se puede apreciar en el gráfico de largo plazo observando la reducción de volúmenes o su estancamiento en los períodos respectivos y también comparando con los crecimientos en otras etapas.
Pero igual hemos tenido "suerte" en los últimos años, pues, como dijimos, el precio de las materias primas agrícolas explotó y se mantuvo muy alto. Esto se vio reflejado, por ejemplo, en el valor de la producción de soja, casi toda exportable, que pasó de u$s 4600 millones en 2001 a u$s 26.000 millones desde el 2010 hasta ahora, un aumento espectacular que ayudó a sostener el nivel de reservas de oro y divisas. Estos altos precios de los productos agrícolas permitieron mantener la producción o incluso crecer algo en sus volúmenes físicos. El aporte en dólares que representó el mayor valor de la producción agrícola se dilapidó en buena medida en pagar por adelantado al FMI las deudas que aún no vencían y en concretar una política de desendeudamiento del Tesoro Nacional (quitándole reservas y debilitando la posición del Banco Central) cuando las tasas de interés eran regaladas (tasa de referencia de la FED: 0,25% anual) o a importar bienes caros pagándole valores ridículamente bajos a la producción local (caso del gas natural o petróleo).
Tenemos que aprovechar al máximo lo que resta de este ciclo de altos precios que puede durar unos pocos años más para invertir en energía y en infraestructura. Hacen falta carreteras, trenes de carga de larga distancia, trenes rápidos de pasajeros como la enorme cantidad de líneas que hay en China. Invertir en transformar valor agregado del agro, en industrias que generen trabajo competitivo, en puertos, en educación de alto nivel desde el primer grado del primario, en modernizar y hacer eficiente la seguridad y rápida la justicia, en el desarrollo de las redes de Internet rápida y en las demás novedades tecnológicas que vayan desarrollándose.
Esto es posible y podemos hacerlo. Si generamos confianza vamos a contar con los recursos para hacer estas transformaciones. Necesitamos una estrategia de país adecuada a la realidad mundial y gente capacitada para hacer que las cosas efectivamente ocurran. Hay alrededor de 4,5 millones de personas trabajando en la informalidad, sin seguro médico, sin aportes jubilatorios, sin perspectivas, que podrían estar trabajando formalmente en empresas competitivas y verdaderamente productivas. No los hagamos esperar más.
La agricultura nos brinda gran parte de las divisas que necesitamos para financiar la modernización como ocurrió en 1880-1914 ya que en ese momento invertimos en infraestructura y educación y llegamos a ser un país que estaba entre los 10 primeros del mundo. En cambio, los recursos del período de altos precios agrícolas de 1945-51 y las reservas de oro acumuladas durante la Segunda Guerra Mundial fueron destinados, principalmente, a crear un nuevo movimiento político, pero no invertimos para crecer y competir, por lo que, posteriormente, nos fuimos quedando atrasados en relación a muchos países. Ahora, en este lapso 2006-2014 que puede durar quizás varios años más, hemos tenido y aún tenemos una nueva oportunidad para modernizar el país. No podemos poner en duda que invertir esos recursos en generar trabajo productivo es lo que le conviene a Argentina. No desperdiciemos en meros votos las posibilidades que brindan estos ciclos, que solo se dan en su fase positiva cada 50 o 60 años. Las futuras generaciones nos van a pedir cuentas acerca de cómo usamos esos abundantes recursos.