Una economía en estanflación tiene dos rasgos característicos. No crece y además sufre una inflación importante y sostenida. La información disponible dice que la Argentina se encuentra en esa situación.
La mayoría de los analistas del sector privado proyectan un decrecimiento del producto bruto interno en el año en curso. Se observa una caída del consumo con tendencias que parecerían acentuarse en las últimas semanas. La producción agrícola tendrá algún efecto compensador, pero no suficiente. Se puede decir que nuestra economía se encuentra estancada, con más signos recesivos que positivos.
En el primer bimestre los precios minoristas, medidos por el nuevo índice del Indec, aumentaron un 7,2%. Las mediciones privadas hablan de un incremento algo mayor. Si en los diez meses del año restantes se mantuviera ese ritmo de inflación, se alcanzaría en 2014 un aumento de precios del 52%. Con estos valores estaríamos disputando con Venezuela el primer puesto en el ranking de la mayor inflación en el mundo. También compartimos con ese país el nada grato privilegio de ser los únicos dos de la región que tendrán un decrecimiento de su economía.
Estos datos preocupantes se muestran en consonancia con la mala performance fiscal y la caída del superávit comercial. El déficit de las cuentas públicas, después del pago de intereses y sin considerar como ingreso las transferencias del Banco Central y de la Anses, supera ya el 4% del producto bruto interno. La tendencia del déficit es creciente ya que las erogaciones aumentan a mayor ritmo que los ingresos.
Más allá de la anunciada reducción de los subsidios a las tarifas de agua y gas, que no impactarían en más de un 15 o 20 por ciento del total de gastos en subsidios, no se están tomando medidas relevantes para achicar las erogaciones del sector público en términos reales. Más aún, esa medida que impactará en muchos hogares debió haber sido tomada en forma progresiva desde hace mucho tiempo. Las políticas populistas y las urgencias del relato oficial condujeron a su postergación a lo largo de muchos años, viéndose el Gobierno en la obligación de adoptarla ahora, probablemente en el peor momento económico del ciclo kirchnerista, caracterizado por un estancamiento en los niveles de consumo, inversión productiva y creación de fuentes de trabajo.
Así, una mejora en las cuentas fiscales parecería volver a depender de una nueva devaluación que permita retrasar jubilaciones y salarios estatales. A juzgar por los conflictos policial y docente, ésa no será una tarea fácil.
La presión tributaria es la más alta de la historia argentina: mientras que en 1990, era del orden del 25% del PBI, incluida la carga impositiva nacional, provincial y municipal, actualmente ronda el 67%, según un trabajo de Orlando Ferreres. Y si algo puede ocurrir en un marco recesivo, es que la recaudación disminuya en términos reales.
La cuestión fiscal se presenta así como la más crítica y comprometida para un gobierno de signo populista que ha hecho del asistencialismo un instrumento electoral. Lo paradójico es que conociendo este crítico cuadro de situación fiscal se decidan gastos adicionales tales como el subsidio a los llamados "ni-ni" o más presupuesto para publicidad oficial y Fútbol para Todos.
A pesar de las restricciones para importar, el saldo de la balanza comercial se ha reducido fuertemente en el primer bimestre. La devaluación de enero no ha logrado impulsar las exportaciones y la caída de la demanda de Brasil no ayuda en varios rubros tradicionales del comercio con ese país. El Gobierno no advierte que en muchas actividades industriales las restricciones arbitrarias a la importación de insumos y partes impiden tomar compromisos de venta al exterior. Además, las devaluaciones, ya sean periódicas o continuas, incitan a postergar exportaciones esperando un mejor tipo de cambio. Todas estas distorsiones han alimentado las tendencias recesivas.
Las medidas más racionales instrumentadas por el Banco Central a fines de enero detuvieron el drenaje de las reservas y la escapada del dólar paralelo. Evitaron así el abismo que se aproximaba, pero sólo apuntaron a ganar tiempo y no a detener la inflación ni a reactivar la economía. Para esto es necesario trabajar estructuralmente sobre el gasto público, recrear la seguridad jurídica y la confianza. De lo contrario se habrán consumido algunas balas para lograr sólo efectos transitorios.
La estanflación incrementa la pobreza, además de generar conflictos sociales. La lucha por no perder posiciones en la carrera entre precios y salarios multiplica los paros laborales, los piquetes y los enfrentamientos. La Argentina tiene experiencia abundante en este fenómeno y sería deseable que no la ampliara.