A diferencia de ellos, Menem careció de discurso moralizante, privatizó el gobierno y se apoyó en el mercado. En el caso de Alfonsín, la gestión estuvo marcada por la contradicción épica entre democracia y dictadura y supo interpretar la demanda de libertad e instituciones que atravesaba a la sociedad. Con esa impronta, la cuestión económica quedó en segundo plano y cuando emergió con dramatismo no alcanzaron los esfuerzos del Gobierno para torcer el destino cíclico del país: el agotamiento del frente EXTERNO, la hiperinflación, la recesión y la protesta social obligaron a una entrega anticipada del poder. Eran épocas -y éste es un dato crucial- en que las condiciones internacionales desfavorecían netamente a la Argentina.

Cuando llegó el kirchnerismo la situación económica era extremadamente grave, pero a la vez más prometedora. El país había estallado al cabo de una crisis terminal que combinó expropiación de ahorros, recesión, desocupación, violencia y quebranto del Estado. Sin embargo, a los pocos meses el boom de las commodities y la renegociación de la deuda cambiaron las condiciones. Aprovechando la lluvia de dólares del comercio exterior sobre una economía devastada, demandante de empleo, ingresos y consumo, con instalaciones ociosas y deudores EXTERNOs atomizados, la audacia política de Néstor Kirchner sacó al país del abismo. Pero los objetivos del santacruceño fueron más allá. No se trataba sólo de restañar la economía, era preciso sacudir la memoria y reescribir la historia. Numerosos testimonios aseguran que a Kirchner no le importaban los derechos humanos, pero, en tal caso, los utilizó con gran eficacia. A ellos fue sensible una clase media informada, cerrando de ese modo un círculo virtuoso. La suma de trabajo, consumo y derechos humanos fue irresistible y conformó a diversos segmentos de la sociedad.

Podría decirse que Alfonsín y Kirchner, con diferencias de estilo y época, fueron líderes populares cuya meta consistió en redistribuir bienes económicos y simbólicos, obteniendo por ello un rédito electoral. La herramienta para hacerlo fue el Estado; el destinatario, la sociedad, y el contrincante, las corporaciones. Los alegatos de Alfonsín ante la Sociedad Rural y en algún púlpito, y el discurso de Kirchner en la ESMA, en marzo de 2004, poseen ese sello. También las políticas sociales de sus gobiernos siguieron parámetros parecidos. Hasta aquí las similitudes. El alfonsinismo permaneció apegado a las reglas constitucionales, sin descartar sueños de perpetuación, pero evitó poner las instituciones en función del proyecto político. El kirchnerismo hizo un aporte inicial a la calidad institucional, nombrando una nueva y mejor Corte Suprema. Luego avanzó hacia la colonización de los otros poderes del Estado, el desmonte de los organismos de control, el fomento del capitalismo de amigos y la corrupción sistémica, que envuelve hoy a notorios funcionarios.

El final del kirchnerismo invita a confrontar los fines que se propuso con los medios que empleó. La pretensión emancipatoria que signó su relato torna lógico ese examen, del que no pueden darse aquí más que indicaciones. Si se interpreta, con el riesgo de generalizar, que los principales fines proclamados del régimen fueron la redistribución de la riqueza, la inclusión social y el enjuiciamiento de los militares de la dictadura, los logros resultan ambivalentes. Mejoró el reparto, pero ahora está en fase de reversión; la desigualdad es menor que hace 10 años y considerablemente más baja que en la década del 90, aunque la inflación, el deterioro salarial y la potencial pérdida de puestos de trabajo, hoy en curso, ponen en riesgo ese logro. Por último, se reabrieron los juicios a los militares, pero en el medio se incurrió en notorias injusticias y hemiplejías. Y, aún más grave, se promovió a la máxima jefatura a un oficial acusado de participar en la represión ilegal, lo que habla de hipocresía más que de convicciones. Ante estos resultados uno está tentado a concluir lo mismo que el politólogo Fabián Bosoer, que tituló irónicamente su columna, publicada esta semana en el periódico El Estadista: "El kirchnerismo, una revolución... ¿de 360°?"

Pensando en el debate futuro, ya no en el pasado, podría acordarse que el ideal de los gobiernos populares es redistribuir el ingreso y achicar la desigualdad, con impuestos progresivos y políticas sociales activas. Es el programa implícito del peronismo y el panradicalismo. Y supone la receta correcta, pues hacia allí marcha el mundo. El problema es la baja calidad de los instrumentos en relación con los propósitos. La incongruencia entre medios y fines, alienante para la sociedad. El Estado maltrecho que deja el kirchnerismo, plagado de corrupción y clientelas, resulta la expresión más cabal de algo que sabe el sentido común: no existen fines nobles si los medios son espurios.