Un plan de ajuste ortodoxo sacrifica, en general, el crecimiento de la actividad a cambio de detener la inflación y solucionar los desequilibrios que origina el aumento de los precios.

Lo malo de los tratamientos es cuando se hacen por la mitad. Porque entonces puede que se sufran los sacrificios y privaciones sin que se logren los beneficios. Y que pronto haya que volver a las medidas desagradables en dosis incluso mayores. Es lo que parece ocurrir con el conjunto de medidas lanzadas por el ministro Axel Kicillof y lo que ha podido hacer desde el Banco Central Juan Carlos Fábrega.

Devaluar para recuperar competitividad estaba ya descontado por el mercado. Es una medida absolutamente indeseable, que reduce el poder adquisitivo de los salarios y encarece las importaciones. Pero luego de que el Gobierno permitió irresponsablemente la sobrevaluación del peso, una "plata dulce" que le sirvió para conseguir gran apoyo electoral en 2011, la corrección era inevitable.

Aplicada la devaluación, hay que calmar las expectativas de que el dólar continuará aumentando. De otro modo, todos los pesos correrán tras las divisas, generando otra vez un drenaje de reservas del Banco Central.

La solución encontrada está en los manuales de la ortodoxia. Obligar a la banca a vender al nuevo tipo de cambio los dólares de su propia cartera y ofrecerles a cambio una jugosa tasa de interés en pesos. Eso produce una momentánea calma en el frente cambiario. Es esperable que el precio a pagar sea la caída de la actividad económica.

El objetivo a lograr es contener la tasa de inflación. Y es claro que ése es el gran fracaso de Kicillof, Capitanich y Fábrega. El escritor y periodista Jorge Asís dice que no hay política económica, sino un conjunto de improvisaciones, y es probable que tenga razón.

Si no se logra detener la inflación, vuelven a aumentar los costos en dólares. La necesidad de una nueva devaluación reaparecerá. Es sólo una cuestión de tiempo. Para colmo, se genera una estanflación. La economía no crece, pero la inflación continúa. No siempre una recesión modera la inflación.

En 2008 y 2009, la gran recesión de entonces redujo el ritmo de aumento de los precios y hasta permitió al Banco Central acelerar el ritmo devaluatorio sin que hubiera un inmediato traspaso a precios. Las cosas no son tan sencillas hoy. En todo caso, convendría mirar un poco el espejo de 1990 para entender un poco lo que pasa hoy. Aunque las autoridades de entonces tenían que lidiar con un panorama internacional patético, que en nada se asemeja al de hoy.

Entonces había bajos precios de las materias primas, y altísimas tasas de interés hacían más difíciles todavía las cosas para la Argentina, que caminaba por la cornisa a riesgo de caer otra vez en la hiperdevaluación y la hiperinflación. Ni siquiera el brutal ajuste de marzo de 1990, que por decreto suspendió las compras del Estado por tres meses, logró frenar el proceso inflacionario que acompañaba a la economía planchada.

Por ahora, el único ajuste fiscal que apura Kicillof es el de salarios y jubilaciones. Hacerlos subir menos que la inflación es recortarlos, mucho más que la baja que hicieron Domingo Cavallo y Fernando de la Rúa a las retribuciones más altas. El Gobierno contesta que ningún gasto puede reducirse. Aunque aparentemente está dispuesto a reducir los subsidios a los servicios públicos, que han llegado a niveles demenciales. Cree también que, a cambio, debería reducir la presión del impuesto a las ganancias, lo que sería justo y razonable.

Nada dice, sin embargo, de anular el aumento de la tasa que se aplica a las empresas sancionado en 2013, para hacer una mezquina e ínfima actualización del mínimo no imponible. En la Argentina, los que pagan impuestos lo hacen como si fueran alemanes, pero los servicios que obtienen a cambio son de la calidad de lo peor de África.

Hay quienes dicen que más justo aun sería reducir la tasa del IVA y tienen razón, pero en el caso de los bienes, en el marco actual de distorsiones y falta de competencia, no hay ninguna garantía de que esa mejora se traslade a los precios.

El Gobierno ha acumulado una gran cantidad de distorsiones y está aplicando mal las recetas para solucionarlas. Como dice el economista José Luis Espert, la recesión que el Gobierno indujo es muy importante, por lo que no sería extraño que pronto al cúmulo de improvisaciones se sume el anuncio de un plan de medidas supuestamente reactivadoras.

Con el empleo y el salario en baja y el humor social empeorando día tras día, las probabilidades de un nuevo parche como ése no paran de crecer.