Mañana, Michelle Bachelet será investida por segunda vez como presidenta de Chile. Su reasunción tiene un significado internacional. Está dado por el conflicto ideológico que se desarrolla en la región: la tormenta venezolana recrudeció el debate sobre la esencia de la democracia.

Las protestas contra el chavismo actualizan un viejo problema. ¿Es un régimen que se define sólo por el origen popular de los gobiernos, o también le es intrínseca una forma de ejercicio del poder que garantice la independencia judicial y la libertad de expresión? Para que haya democracia, ¿basta el imperio de las mayorías, o hace falta también el respeto de las minorías?

En Valparaíso, Nicolás Maduro se verá la cara con el vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, a quien la crisis de Venezuela le recuerda "épocas en que los caudillos gobernaban con la violencia y la represión". También se encontrará con el colombiano Juan Manuel Santos, al que acusa de tener un "corazoncito fascista" por denunciar la represión del chavismo sobre sus opositores.

Pasado mañana, además, los cancilleres de la Unasur analizarán en Santiago la crisis bolivariana.

Será sólo un capítulo de un debate más amplio sobre la respuesta que el sistema internacional debe dar al uso de la fuerza. La otra escena de esa discusión está en Crimea.

Pero hay razones menos coyunturales para que el reingreso de Bachelet al Palacio de la Moneda exceda su dimensión nacional. Lula da Silva la saludó como "una revolución". Se entiende: él, Dilma Rousseff y una franja importante de la izquierda necesitan que Bachelet lidere una experiencia exitosa, en un momento en que las recetas populistas de Venezuela y la Argentina sucumben ante la inflación, la escasez, el estancamiento y la caída del salario. Pero las expectativas que despierta Bachelet son independientes de los encuadramientos ideológicos: los Estados Unidos, que están unidos a Chile por un tratado de libre comercio, querrán demostrar que no tienen problema alguno para relacionarse con gobiernos en los que el reformismo social convive con el pluralismo republicano. En los próximos años, la diplomacia norteamericana otorgará a Chile -también a Uruguay- un papel que no guarda proporción con la magnitud territorial de ese país.

¿Podrá Bachelet satisfacer estas esperanzas, que van de Brasilia a Washington? Su anterior administración no ayuda a resolver el acertijo. En este segundo gobierno, Bachelet liderará una alianza política, Nueva Mayoría, que incluye al Partido Comunista, con Claudia Pascual en el Ministerio del Servicio Nacional de la Mujer. El comunismo chileno no integra un gabinete desde 1973.

Es imposible determinar si esta composición es la adaptación a un Chile que ha cambiado o un intento de Bachelet de ser más ella misma: una médica influida por el largo exilio en la República Democrática Alemana, hija de la arqueóloga Ángela Jería, de ideas más radicalizadas que las suyas.

La participación del comunismo en el nuevo gobierno no es un detalle folklórico. El PC chileno estuvo detrás de muchos estudiantes que lideraron las protestas contra Sebastián Piñera. Algunos de ellos, como Camila Vallejo, integran ahora la bancada oficialista. Bachelet ya tuvo costos por esta alianza. Le vetaron a la designada viceministra de Educación, Claudia Peirano, porque en 2011 cuestionó la gratuidad universitaria. Está por verse si esos jóvenes aceptan la ironía de la presidenta, que les ofreció como ministro de Educación al ex economista del Fondo Monetario Internacional Nicolás Eyzaguirre.

El elenco de Bachelet adelanta los crujidos de su política exterior. El senador demócrata cristiano Patricio Walker, amigo del antichavista Henrique Capriles, denunció el doble estándar del comunismo, que iza la bandera de los derechos humanos en Chile y la arría en Venezuela. Le contestó el presidente del PC, Guillermo Teillier, recordando que un sector de la Democracia Cristiana acompañó a Augusto Pinochet.

No sólo los comunistas, bolivarianos y devotos de los Castro, condicionan las relaciones exteriores de la socialista Bachelet. Horas antes de que Maduro llegue a Santiago, una figura consular de su partido, el ex presidente Ricardo Lagos, condenó con Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Oscar Arias (Costa Rica) y Alejandro Toledo (Perú) "la degradación de los derechos humanos en Venezuela", que se refleja en la prisión del opositor Leopoldo López y en los ataques a la prensa.

La declaración de estos ex mandatarios ambienta la reunión de cancilleres de la Unasur que se celebrará en Santiago pasado mañana. La cita es una nueva victoria diplomática de Maduro, quien consiguió el último viernes que su crisis no sea tratada por la OEA, cuya Carta exige el respeto a la "democracia representativa". Sólo Canadá, Estados Unidos y Panamá votaron en contra.

La posición de la Unasur fue anticipada por el canciller brasileño, Luis Alberto Figueiredo, en una entrevista con Folha de Sao Paulo, hace una semana. Los malabares retóricos de Figueiredo para justificar la prescindencia brasileña frente al desborde autoritario de Maduro ayudan a entender la ansiedad con que Rousseff, que rechazó todas las invitaciones de Piñera a visitar Chile, espera el ascenso de Bachelet. Figueiredo negó que el Mercosur haya sido indiferente ante las violaciones de derechos humanos del chavismo, recordando que "condenó la violencia venga de donde venga". Pero se excusó de censurar el encarcelamiento de Leopoldo López alegando que "la no injerencia en asuntos extranjeros es un principio básico de la política exterior brasileña". Un criterio que Figueiredo olvidó tres párrafos más arriba, al justificar la invasión de Crimea por parte de Rusia, uno de los socios de Brasil en el atribulado pelotón de los Brics. Una vacilación típica del antiimperialismo latinoamericano.

El gobierno de Brasil mira el regreso de Bachelet como una oportunidad también en el terreno comercial. Chile es socio de México, Colombia y Perú en la Alianza del Pacífico. Ese ejercicio de integración, iniciado por gobiernos de centro y centroderecha, perturba la estrategia internacional de Brasil. Sobre todo porque otorga ventajas a las empresas mexicanas. El "regreso" de México a la región relativiza la noción de Sudamérica, diseñada a la medida del liderazgo brasileño. Y termina de corroborar que la negativa de Lula a negociar el ALCA fue un éxito engañoso.

Bachelet está dispuesta a ser la bisagra entre la Alianza y el Mercosur. Lo adelantó en su plataforma de campaña y lo confirmó al designar canciller a Heraldo Muñoz, ex embajador de Chile en Brasilia. Una buena noticia para el empresariado brasileño, que exige a Rousseff una mayor apertura comercial. Sobre todo porque el acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea se sigue demorando. En la reunión de negociadores del viernes pasado, en Montevideo, no hubo avances. Y la cumbre que los dos bloques realizarán en Bruselas el próximo 21 será sólo informativa.

La demora se atribuirá a disidencias entre europeos. Pero la principal dificultad es que Cristina Kirchner se resiste a una liberalización del 90% del comercio, que obligaría a desproteger al sector automotor. Sobre todo a los fabricantes de autopartes, que competirían en desventaja con los europeos como proveedores de las montadoras de Brasil. La Presidenta sugirió una solución cuando habló frente al Congreso: un pacto bilateral previo, que garantice a los autopartistas argentinos un ingreso privilegiado al mercado brasileño. La automotriz es la industria insignia de su "modelo". Y la base de su alianza sindical con metalúrgicos (UOM) y mecánicos (Smata).

La reticencia argentina también es táctica. Antes de admitir un tratado comercial, Cristina Kirchner pretende resolver cuestiones más urgentes con la Unión Europea. Por ejemplo, un acuerdo con el Club de París. Iba a ser el tema de conversación, la semana pasada, con el canciller de Francia. Pero Laurent Fabius debió suspender su viaje a Montevideo y Buenos Aires, absorbido por la crisis ucraniana. Hay que volver los ojos a Santiago: la presidenta terminará encontrándose con Fabius esta noche, en la despedida a Sebastián Piñera. Allí estará también otro europeo, el príncipe Felipe de Borbón, quien advertirá cómo el acuerdo con Repsol reavivó en ella el afecto por España.

La señora de Kirchner recibirá el jueves próximo a Maduro, tal vez para solaz de algún opositor con reflejos avispados. Pero la emoción bolivariana es engañosa. El interés principal del kirchnerismo es tejer una red que le facilite financiamiento en dólares. El objetivo es, siempre, Washington. Por esa razón, en Olivos estudian el calendario vaticano: el papa Francisco almorzará con Cristina Kirchner el próximo 17 y, diez días después, recibirá a Barack Obama.