El 3 de septiembre, Francia había declarado la guerra a Alemania, pero mientras el Reich y la URSS se repartían Polonia, se limitó a movilizar a los franceses, sin hacer nada más. Uno de los soldados, Jean-Paul Sartre, escribió en esos meses unas dos mil páginas, entre cartas, un diario y una novela, y hasta tuvo tiempo para weekends con Simone de Beauvoir. Como el resto de los franceses, seguía una vida casi normal, pero preñada de incertidumbres. ¿Habría guerra para Francia? ¿Resistiría la Línea Maginot? El 10 de mayo de 1940, los alemanes iniciaron la invasión, y tres semanas después Francia se rindió. El final había llegado, terminaba la ficción y comenzaba la realidad.
Algo así está pasando en estos días de vísperas. Desde hace tres meses estamos entrando en la crisis. La presumimos, la olemos, pero apenas la vemos, y no imaginamos cuál será la magnitud del impacto.
En el ámbito del oficialismo hay un clima de fin de régimen similar al del reinado de Luis XV, que supo ser "el bien amado" y por prudencia fue enterrado en secreto. Con la última elección se desencadenaron tres crisis. La más notoria vincula la inflación con las reservas y el dólar. Lejos están los tiempos felices de los superávits gemelos, el fiscal y el externo. El Gobierno luce impotente y limitado a controlar los daños o demorar los efectos, esperando dólares frescos en marzo, mientras ronda el fantasma de una inflación desatada.
Luego hay una crisis del Gobierno. La Presidenta se ha esfumado. Perdió el látigo y ya no maneja el volante. Su discurso infinito se ha convertido en mudez, sólo interrumpida por denuncias de siniestras conspiraciones. Nadie, salvo sus íntimos, sabe qué le pasa, qué piensa, cómo imagina los dos años por venir. En su lugar, parece que Capitanich y Kicillof están a cargo, pero sus medidas son contradictorias y sus palabras no convencen. El resto del Gobierno -ministros, gobernadores, intendentes, legisladores- se divide entre los preocupados por el lugar que el futuro les destine y los que, sin futuro, no tienen otra alternativa que la lealtad.
Finalmente, hay una crisis del relato, que estalló con el fin de la posibilidad de una Cristina eterna. Algunos oficialistas ya hablan del kirchnerismo en pasado y otros se preguntan dónde fue que fallaron. Los inconmovibles se aferran a fragmentos sueltos del relato, como la gran conspiración, o apelan al "agio y la especulación", que ya era viejo en 1952. La distancia con los hechos es inmensa, pero quienes no se atreven a enfrentarse con la cruda realidad siguen aferrados a la fe ciega. En rigor, no sabemos cuántos son hoy.
Los partidos políticos de la oposición están ocupados en cosas importantes, pero se dedican poco a lo urgente. Hay avances en los acuerdos, gestados con ánimo conciliador. El Frente Renovador ya terminó de captar a marginados y disidentes del peronismo y está a la espera de los "renovadores de tercera generación". La coalición de centroizquierda ha hecho progresos notables, dada la preocupación de sus participantes por los principios y los límites. Macri pule su programa y avanza en su organización nacional. Entre los intendentes, el mercado de pases sigue abierto.
Todos tienen los ojos puestos en 2015, cuando deberán decidir quién se junta con quién. Pero además todos están pensando en las políticas que desarrollarán después de diciembre de 2015. Esto es nuevo y muy alentador, pues lo hacen con más preocupación por el futuro que por el pasado, con más interés en las cuestiones de hoy que en las banderas históricas. Predomina el optimismo del largo plazo. Pero dicen poco sobre cómo llegar a 2015, o simplemente sobre qué hacer en los próximos meses, cuando la crisis alcance su pico. A pesar de que el Gobierno ha abandonado la iniciativa, no ocupan ese espacio de la agenda, lo que, sumado a un gobierno autista, aumenta la sensación de "crisis ficticia".
La misma preocupación por el post-2015 aparece en varios ámbitos de la sociedad. Un conjunto de organizaciones empresariales hace oír una voz hasta hoy ausente y convoca a una amplia convergencia en torno de la institucionalidad, la Constitución y las políticas sostenidas. Lo mismo preocupa al tercer sector, interesado en sumarse a acuerdos que incluyan, además de lo institucional, cuestiones difíciles y urgentes, como la pobreza. En el mismo tono se escucha a las diversas iglesias, y el mismo Papa alentaría una reedición del Diálogo Argentino. En una esfera más acotada, el Club Político Argentino lanzó un Acuerdo para un Desarrollo Democrático, suscripto por las más importantes figuras políticas del momento, comprometidas a discutir -no necesariamente a acordar- sobre algunas políticas públicas. En suma, hay un tono común: los acuerdos políticos deben sustentarse en acuerdos bastante específicos sobre políticas de mediano plazo. Falta en general un sentido de urgencia.
¿Qué pasa con quienes serán los más afectados por la crisis? Los sindicatos, prudentes, apremian al Gobierno, pero no lo empujan. Con aumentos de emergencia, esperan llegar a abril, cuando pujarán en las paritarias sobre cómo distribuir los costos de la crisis. Por entonces, los sindicatos deberán defender no sólo el salario, sino también el empleo. A diferencia del resto, ellos piensan en el presente y no en políticas de Estado.
Otros estarán menos protegidos: los jubilados y los que viven de sus ahorros padecerán, como siempre. Sabemos poco de lo que ocurre en el mundo de la pobreza. La crisis en ciernes sin duda está devorando los subsidios estatales, que forman parte de la supervivencia familiar. Habrá descontento, enojo o furia, pero no sabemos cómo se expresará. En 2001, las organizaciones piqueteras encauzaron eficazmente la protesta, pero luego muchas se incorporaron a la maquinaria gubernamental y perdieron militancia y legitimidad. La máquina es fuerte, aunque quizá deba competir con las organizaciones de izquierda.
En poco tiempo pasaremos de la crisis ficticia a la real, que será distinta de las anteriores. No hay golpe militar posible, y a diferencia de 1989 y 2001, el Gobierno hoy es ejercido por un grupo peronista. El país parece más sólido que entonces y con futuro. El problema es el presente: no sabemos cómo será la coyuntura, cuánto daño causará y cuál será su costo social y político hasta diciembre de 2015. Sobre esto, hay menos reflexión que opiniones catastróficas, fatalistas y apocalípticas. La crisis -dicen- es tan inevitable como la ola en el mar y sólo es posible mantener la cabeza a flote.
Es una idea con variaciones. Está el fatalismo de quienes, por pereza intelectual, argumentan que todo está mal, lo atribuyen a nuestro ADN cultural o institucional o al peronismo, y que no hay remedio posible. Otros creen que la crisis es necesaria para arrastrar los elementos viciosos y poder empezar de nuevo. Hay un fatalismo más blando de quienes, queriendo ayudar a los gobernantes, los encuentran incorregibles y se desalientan. También hay un fatalismo oficialista, que culpa de todo a una conspiración sinárquica, donde se unen los grandes poderes con los comerciantes avaros. Es posible que jueguen con la idea de un final catastrófico y heroico, una inmolación que les permita reconciliar su fe con la realidad.
Todos parecen creer que la crisis será a la larga beneficiosa. En el pasado, mucha gente ha pensado así en los prolegómenos de una guerra. Creo que es una idea poco meditada y bastante irresponsable. Me parecen necesarias y urgentes una voluntad política fuerte y una acción referida al hoy, al ahora. Hay que buscar la alternativa menos mala. Hay que hacer lo necesario para que este gobierno termine su mandato y entregue al próximo gobierno un país en el mejor estado posible. Para muchos, esto parece una contradicción en los términos, un oxímoron. Pero, como dijo Sarmiento, las contradicciones se vencen a fuerza de contradecirlas.