Las pretensiones hegemónicas, que inundaron nuestra política hasta promediar el año pasado, han quedado atrás. Al apogeo posterior a octubre de 2O11 lo sucedió el derrumbe de 2013, que sumó otro episodio a una frustrante continuidad: el fracaso del kirchnerismo ilustra, en efecto, una vez más, que la Argentina es un cementerio de hegemonías.
Desde luego, este derrumbe no significa que también se agote la capacidad de daño. Quedan dos años por delante. Los coletazos se suceden a diario en la premura por colonizar el Poder Judicial a través, por ejemplo, de la designación de conjueces, y en la incoherencia de las decisiones económicas, que no logran doblegar la inflación y la escasez de divisas.
El oficialismo está, pues, empantanado en una impasse que acumula incertidumbre mientras se aproximan la discusión de salarios y no se salda -lo que a corto plazo sería imposible- un grave déficit energético. Los paros sorpresivos y huelgas, las movilizaciones en danza y el piqueterismo como forma habitual de la protesta están a la orden del día. Si a ras del suelo esto es lo que impacta, el rumbo político de los acontecimientos es todavía más acuciante porque en él se agita la incógnita de saber en qué consistirá el día después. ¿Cómo, en semejante escenario, podría la política retomar iniciativa?
Éste no es un dato menor. ¿Recorrerá acaso el país el camino que vislumbre una combinación posible de la democracia con la tradición republicana del Estado constitucional de derecho, o bien la agonía de la hegemonía abrirá curso a la inestabilidad y a profundizar el disloque del régimen representativo?
Esta disyuntiva atraviesa en buena medida nuestro pasado -el más lejano y el más reciente- como si entre nosotros predominase, sobre otras formas y estilos políticos, la propensión a registrar apasionadamente el carisma de liderazgos que trasponen fronteras institucionales y buscan fundirse, según reza una consigna muy arraigada, con las mayorías nacionales y populares.
Claro está: ausentes esos caudillos (masculinos o femeninos; tradicionales, modernos o posmodernos), el legado que suelen dejar es el de una orfandad para los creyentes y, en general, el de un territorio impregnado por el espíritu faccioso y, por tanto, por una exacerbante división entre partidos y dirigentes. Éste sería el péndulo que nos lleva de la concentración del poder a la disolución de los vínculos asociativos sin los cuales los partidos se descalabran y, al cabo, perecen o vegetan en la irrelevancia.
El contrapunto entre hegemonía y faccionalismo o, en términos más extremos, entre inclinaciones autoritarias y anárquicas, tiene antecedentes importantes que, al menos, se remontan hasta el nacimiento del peronismo a mediados del siglo pasado. En aquel momento no sólo ascendió en brevísimo lapso la fulgurante estrella de Perón, sino también se impuso un modo de captación por parte de los liderazgos en ciernes de la dirigencia vacante que pertenecía a los antiguos partidos. La rotunda novedad dividió las aguas de radicales, conservadores y socialistas. Dirigentes de estas tres fuerzas (por citar algunos conspicuos: Hortensio Quijano, Héctor J. Cámpora y Ángel Borlenghi) emprendieron un estratégico desplazamiento hacia esa inédita propuesta. Como dijo Churchill de sí mismo, cruzaron el pasillo que en la Cámara de los Comunes del parlamento inglés separa a los partidos.
El rasgo peculiar de estos itinerarios es la manera como se reproducen en contextos diferentes procurando arrastrar a las dirigencias con lenguajes ecuménicos. Siempre, ante un liderazgo novedoso que intenta barajar y dar de nuevo en el sistema de partidos, se proclaman fervientes deseos de integración y unión, de incorporación a un frente, de transversalidad para respaldar una empresa a la vez innovadora y repetitiva.
Sin cerrar la lista, éstas son expresiones típicas de un "príncipe nuevo" que se imposta sobre las relaciones establecidas mediante la siguiente secuencia: primero el liderazgo consagrado con división en las propias filas o sin ella; luego, la cooptación de los contrarios de la víspera; por fin, de ser posible, el triunfo definitivo en las urnas. La retórica regeneracionista de la vieja y nueva política sobrevuela estas maniobras.
Difícil negar el atractivo y la sugestión de esta aventura. En el campo justicialista, con acentos distintos en la gestión de gobierno, se la puede ver reflejada en grado superlativo durante la primera y segunda experiencia de Perón, en Menem y en el matrimonio Kirchner. Con mayor o menor carisma, en cada capítulo de esta extensa trayectoria, la aventura comenzó con el liderazgo y más tarde derivó en los arreglos y repartos de puestos y candidaturas para llevar adelante un gran proyecto de transformación. ¿Se repetirá la empresa en estos años?
Naturalmente ignoramos el desenlace, pero es evidente que algunas líneas ya se están trazando por lo menos a partir de la irrupción de Sergio Massa en el tablero político. Se trata de una intencionalidad traducida en votos y encuestas, cuyo éxito dependerá de la mayor o menor resistencia de los partidos para conservar su identidad dentro de coaliciones aún en formación: el peronismo es, en sí mismo, una coalición de gobernadores, ahora sin el amparo de una presidencia exitosa; la UCR, el socialismo, el GEN y los partidos reagrupados en UNEN marcan el perfil de otra coalición, e ignoramos, en fin, si el macrismo desde su sede porteña buscará aliados o jugará la partida en soledad.
El panorama no es para levantar la copa y brindar. Por ahora, la imagen es más cercana al faccionalismo que a la simplificación de preferencias, sobre todo porque las PASO, con su sistema de competencia entre fórmulas bloqueadas, no son lo suficientemente flexibles para alentar la conformación de alianzas. Como hemos dicho muchas veces, las PASO deberían favorecer exclusivamente la competencia entre candidatos a presidente, como ocurre en Estados Unidos y Uruguay.
Se verá si este año prospera esta reforma. Sería un logro oportuno para encarrilar mejor las cosas a sabiendas, sin embargo, de que el fondo de la cuestión argentina radica en otra parte: en el lugar donde deberían crecer comportamientos capaces de refrenar ambiciones, fugas y manías de rancho aparte, gracias a la calidad asociativa de sus organizaciones. En este tiempo podremos comprobar si los partidos tienen alguna ubicación en el horizonte de expectativas o si, de lo contrario, seguiremos girando en vano en busca de otro liderazgo salvador. De optar por la primera hipótesis, habrá que horadar una materia dura para responder al desafío que tienen por delante las oposiciones: cambiar el contenido de los liderazgos, diversificarlos y converger luego para establecer políticas de Estado.
No parece, por ahora, que un partido, al modo del que lideró Raúl Alfonsín en 1983, sea capaz de concitar por sí solo mayorías electorales. Si esto es así, inevitablemente habrá que levantar coaliciones en las cuales se cruzarán dos estilos: el de los liderazgos envueltos en la novedad, empeñados en arrastrar dirigencias con una visión más personalista de la política, y el de los liderazgos que nazcan de una competencia horizontal entre o dentro de los partidos en las PASO. El tiempo dirá cuál estilo habrá de prevalecer. La interesante noticia, aunque más no sea en el plano verbal, es que ambos estilos aluden a un enfoque moderado de la política como referencia valiosa volcada hacia el futuro.