¿Podría Báez haber presentado un pedido de censura previa sin una clara indicación política del gobierno nacional y sin ciertas garantías de que su pedido será aceptado? El núcleo central del problema es que Báez y su fortuna no existirían sin los Kirchner. Una parte crucial de ese conflicto es que se trata del primer caso en el que una investigación judicial podría acercarse peligrosamente a la propia Cristina Kirchner.

La desesperación termina muchas veces en el ridículo. Ayer, el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, trató de amortiguar el escándalo al calificar de "negocio privado" la relación entre el empresario y los Kirchner. Aludía así a la investigación del periodista de LA NACION Hugo Alconada Mon sobre insólitos y millonarios acuerdos entre Báez y los hoteles de El Calafate que son propiedad de la empresa familiar de los Kirchner. No hay nada privado en esa relación. Báez es el mayor concesionario de obras públicas de la Patagonia y esas obras son adjudicadas, desde hace diez años, por gobiernos presididos por un Kirchner.

Ni siquiera los Kirchner podrían justificar, ante una Justicia realmente independiente, la compra de esos hoteles. Mucho menos se podría justificar la contratación millonaria de hoteles propiedad de funcionarios públicos por parte de un empresario, al que a su vez esos mismos funcionarios le adjudican obras públicas. A primera vista, al menos, todo tiene las formas y el color del blanqueo de dinero.

Ya es hora de que la Justicia reabra la causa por enriquecimiento ilícito del matrimonio presidencial, que en su momento cerró, antes de leerla, el increíble juez Norberto Oyarbide. Ese sería el instante en el que aparecería Cristina Kirchner, la única persona viva del matrimonio que acumuló una fortuna mientras gobernaba un país en sucesivas crisis.

El pedido de censura previa de Báez se choca de frente con la Constitución argentina y con las estipulaciones del Pacto de San José de Costa Rica, que tiene jerarquía constitucional. Colisiona dos veces con el bloque legal que reglamenta la vida de los argentinos y que, sobre todo, protege los derechos humanos básicos de la sociedad. Sin embargo, Báez se presentó ante la justicia federal de Santa Cruz. Toda la justicia santacruceña está colonizada por el kirchnerismo. Convertida en una unidad básica del oficialismo, está poblada de familiares, amigos y de abogados de los propios empresarios y funcionarios investigados. No es improbable que el primer caso en mucho tiempo de censura previa surja desde la autoritaria tierra de los Kirchner.

Santa Cruz es el laboratorio de pruebas de posteriores experiencias nacionales. Ahora, jueces y fiscales nacionales empiezan a trastabillar cada vez que aparece la sospecha o la responsabilidad política de Cristina Kirchner. Sucedió con el caso Boudou y la compra de la imprenta Ciccone. Saltaron por el aire el primer fiscal del caso, Carlos Rívolo; el primer juez que autorizó las decisiones de la fiscalía, Daniel Rafecas, y nada menos que el entonces jefe de todos los fiscales, Esteban Righi, un peronista histórico que cometió el pecado de no frenar ni al fiscal ni al juez. El caso de Righi fue especialmente dramático porque Boudou lo acusó públicamente de prácticas deshonestas. Righi renunció en el acto. La Justicia lo sobreseyó casi de inmediato, pero él ya había perdido el cargo.

El fiscal José María Campagnoli, un implacable investigador de la corrupción del poder, cayó ahora porque se metió con Báez, hurgó en la ruta de su dinero y lo vinculó con la familia presidencial. También investigaba a Diego Rodríguez, hermano de la flamante ministra de Seguridad, María Cecilia Rodríguez, en un caso de reventa de entradas de partidos de fútbol. Esta investigación podría ser explosiva: Campagnoli estaba averiguando si hubo lavado de dinero y la vinculación del presunto delito con barrabravas. Una sorpresa final: el nombre de Lázaro Báez también está dentro de ese expediente sobre reventas, lavado y barrabravas, porque aparece varias veces mencionado en escuchas telefónicas ordenadas por la Justicia.

Sea como fuere, es seguro que Campagnoli tocó el nervio más sensible del Gobierno. El trámite de su suspensión tuvo un ritmo de vértigo y comenzó el mismo día en que fue nombrada la ministra Rodríguez. Campagnoli empezó por recusar a la jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, una suerte de Juana de Arco de causas innobles. Gils Carbó, que había pedido la suspensión del fiscal, decidió ella misma rechazar su propia recusación. Es un trámite incorrecto, porque otro fiscal general debió evaluar el pedido de Campagnoli. Pero no había tiempo.

Luego, Gils Carbó pasó el caso de Campagnoli al Consejo Evaluador, un organismo sin jerarquía constitucional ni solvencia jurídica. En rigor, el jefe de los fiscales está en condiciones de hacer lo que quiere con los fiscales. Para amortiguar la dimensión de ese poder, Esteban Righi creó en su momento ese Consejo, integrado por cinco fiscales, para que lo asesorara sobre la conducta de los fiscales cuestionados. La existencia del Consejo se respalda sólo en una resolución del último procurador general, no fue creado por una ley ni figura en la Constitución. Condenado por el Consejo, Campagnoli pasó al Tribunal de Enjuiciamiento del Ministerio Público, que en tiempos de Gils Carbó se transformó en una suerte de tribunal de la inquisición contra la herejía al kirchnerismo.

Ese tribunal no leyó los expedientes en los que intervino Campagnoli, no tuvo en cuenta que la Cámara del Crimen había respaldado todas las decisiones del fiscal y no le dio el derecho a la defensa. No deja de ser extremadamente grave que dentro del ámbito del Poder Judicial se desconozca el elemental derecho a la defensa. Pero es más grave aún que el tribunal haya leído sólo los argumentos de los abogados de Lázaro Báez, que pidieron la suspensión de Campagnoli. Algunos párrafos de la resolución del tribunal, que suspendió a Campagnoli, fueron directamente extraídos de los escritos de los abogados de Báez.

Campagnoli y su abogado defensor, el ex juez Ricardo Gil Lavedra, pidieron ayer la anulación de todas las actuaciones de Gils Carbó y del Tribunal de Enjuiciamiento. Requirieron también una medida cautelar para suspender la suspensión, valga la redundancia, de Campagnoli, hasta que la Justicia resuelva sobre el fondo de la cuestión. Es probable que Campagnoli y Gil Lavedra le soliciten luego un per saltum a la Corte Suprema de Justicia, si el juez de primera instancia decidiera una cautelar para reponer a Campagnoli en su cargo.

Contra la resistencia del menemismo, la reforma constitucional de 1994 dispuso la independencia de los fiscales. Fue un enorme avance para que un brazo importante de la Justicia, como son los fiscales, pudiera investigar sin depender ni siquiera de los jueces o de la Corte Suprema, aunque los jueces y la Corte deben convalidar luego las actuaciones de los fiscales. El kirchnerismo ha dado vuelta el concepto y el espíritu de la ley: está matando a los fiscales desde dentro de la propia fiscalía. Está, en última instancia, amputando los pies y las manos de la Justicia.