Nadie duda, fuera del comportamiento agresivo unas veces y huraño otras del gobierno nacional, de que la representación genuina del campo argentino se refleja en las cuatro entidades agrupadas en la Comisión de Enlace: Confederaciones Rurales Argentinas, Sociedad Rural Argentina, Federación Agraria y Coninagro, esta última vocera del vasto movimiento cooperativo rural. Pero no pudo haber sido la presentación hecha horas atrás por aquellas cuatro instituciones una expresión más acabada e indubitable de lo que ellas importan no sólo para la vida agropecuaria del país, sino también para el resto de una sociedad que comienza a actuar con creciente soltura en los prolegómenos de lo que se interpreta como el cierre de un largo y penoso ciclo político e institucional dentro de los treinta años de la restauración democrática. La desaprensión policial, por justos que hayan sido los reclamos salariales, y los saqueos por turbas han sido una diferenciación marginal de la legalidad de la que se tomó nota en el ámbito rural.
Casi todo el espectro opositor y las principales figuras del empresariado argentino, incluidas algunas que se habían caracterizado por años en la primera fila de aplaudidores en actos kirchneristas, participaron del lanzamiento de un plan de desarrollo hasta 2020, que la Comisión de Enlace confió a expertos de los Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola (CREA). En ese trabajo se tuvieron en cuenta contribuciones de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid).
Allí se hizo saber al mundo, y al Estado nacional en primer lugar, que en los próximos siete años la producción agropecuaria argentina puede saltar de un valor bruto de 71.364 millones de dólares a más de 87.000 millones, y hasta de 100.000 millones, si la política oficial, en vez de asfixiar sus posibilidades inmensas, las alienta o, en todo caso, mitiga las perturbaciones de orden general y particular que de continuo ha perpetrado.
En un país gobernado con mayor lógica y menos vulneraciones a la razón, las autoridades del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación no se habrían perdido la oportunidad de asociarse a la exposición de motivos por los cuales se conoció, por las bocas más autorizadas, hasta qué punto el campo puede dinamizar, mucho más de lo que lleva hecho, a una economía que desespera, por un lado, por falta de confianza, de recursos y de aptitudes políticas, y, por el otro, por exceso de anacronismo, imprevisiones y desarticulación de relaciones del país con el mundo. Alguna vez ha de ser estudiado esto como un gran fenómeno de patologías concertadas para perfeccionar una dirección exactamente opuesta a la que conviene al interés general de una nación de enorme potencial en el mundo globalizado de hoy.
El estudio abunda en consideraciones sobre el crecimiento en múltiples renglones de la producción agropecuaria, pero no es menos rotundo en la comparación con lo sucedido en los últimos veinte años con nuestros vecinos. En ese período, la producción agropecuaria argentina creció algo más del 200 por ciento. La de Brasil, en cambio, se elevó casi el 400%; la de Uruguay, el 700%, y la de Paraguay -país que, como los otros dos, supera hoy a la Argentina en exportación de carnes más del 900%. He ahí una de las cuestiones del interrogante insoslayable sobre el que se detendrá la historia: ¿cómo aprovechó la Argentina un ciclo de precios para la agricultura mundial de significación desconocida en más de un siglo?
¿Cómo han de conseguirse, entre tanto, los incrementos productivos que el trabajo considera asequibles, de aquí a 2020? Se deberá actuar, desde luego, sobre un piso firme de sano criterio: márgenes de rentabilidad razonables, previsión y durabilidad de las reglas de juego, incorporación suficiente de tecnología y políticas de Estado en las que se refleje una voluntad concertada de dejar la larga noche en la que, a veces hasta sin normas escritas pero con gritos delirantes, se arruinaron los intereses de la Argentina como potencia en carnes y se cerraron más de cien frigoríficos; se dislocaron, además, los mercados para los lácteos, el trigo, el maíz, y se dejaron en crítica situación las exportaciones de economías regionales, como la frutícola y la del vino.
A pesar de esa mala praxis política, el campo ha dado lugar al 60% de las exportaciones. Ha contribuido con el 45% de los recursos tributarios consolidados. Lo ha hecho por el esfuerzo de 276.000 establecimientos familiares y de 17.800 empresas procesadoras de carnes, lácteos, harinas, bebidas, tabaco, maderas. Para decirlo con otras palabras del informe: hoy, la Argentina produce alimentos para 441 millones de personas una población de once argentinas y podría hacerlo en 2020 para 631 millones, e incluso para 745 millones, según lo que el país resuelva respecto de su rumbo.
Los cambios para hacer realidad ese sueño, abonado por estimaciones de organismos internacionales sobre el crecimiento de la demanda de alimentos en el mundo, no pueden postergarse. "No existe un futuro promisorio sin un mejor presente", dijo uno de los oradores de la Comisión de Enlace, tras señalar algunas manifestaciones formales que, con la renovación del gabinete nacional, parecieron un alivio respecto de las arbitrariedades oficiales dominantes en la última década. Está bien eso, precisó el orador; pero más que caras, se necesita un cambio de políticas y diálogo.
El país ha llegado ya alrededor de los 100 millones anuales de toneladas en granos y podría llegar, en 2020, a 157 millones. En carnes, el salto en siete años podría ser de entre el 22 y el 52% en relación con los últimos registros. Esas estimaciones han tenido el valor de un compromiso ante la sociedad. Ahora, falta saber si el Gobierno está dispuesto a dialogar sobre tales nuevos escenarios con los verdaderos representantes del campo que hizo el llamado que comentamos o, por el contrario, persistirá en el primer paso en falso del flamante ministro del área. Fue cuando se expresó de manera desafortunada sobre quiénes serían sus primeros interlocutores dentro de ese gran sector productivo argentino, cuyos protagonistas han dado en las dos últimas décadas ejemplos notables al mundo sobre incorporación de tecnología de avanzada, en cuanto al tratamiento del suelo, como en construcción de maquinaria agrícola, continuidad en siembra directa, rotación de cultivos y fertilización estratégica.
En suma, no se puede perder un minuto más sin hablar en serio y sin que los principales responsables de los asuntos públicos sigan prisioneros de viejos prejuicios y enconos. Así lo demanda el porvenir de la Nación en beneficio de todos.