Vastos sectores sociales que no reconocen la hegemonía de la ley. Ni los límites morales. Córdoba no es sólo Córdoba; fue la descripción precisa de una sociedad nacional abandonada a su suerte durante más de diez años. Un país donde el Estado creció para manejar los negocios públicos y privados, pero no para cumplir su rol de garante del orden público, de referente de la educación social y de responsable último de la salud de los argentinos.
El vandalismo que sufrió la capital de Córdoba no es comparable, ni siquiera, con los saqueos de 2001. Hace doce años, predominaron en los asaltos los robos de comida. Desde televisores de última generación hasta heladeras, pasando por motos, los asaltos de los últimos ladrones señalan, más que nada, la ausencia del Estado en situaciones de crisis. Al revés de la gran crisis, también, esta vez hubo robos de casas y de autos particulares. Eso nunca sucedió en la historia argentina de saqueos. Los autos robados eran usados luego para seguir delinquiendo. Es una estrategia del delito, no de la necesidad.
Córdoba es una Argentina pequeña. Tiene producción rural y un importante parque industrial. Cuenta con prestigiosas universidades y con una activa vida cultural. Su sociedad está integrada por una influyente clase media y por una poderosa clase alta, aunque también existen muchos sectores sociales muy pobres. Los cordobeses les han entregado el gobierno en los últimos treinta años, alternativamente, a peronistas y radicales. Las terceras fuerzas políticas, que existieron, fueron siempre efímeras. ¿Qué es ese retrato si no el retrato de la propia Argentina?
El problema de la Argentina, y de Cristina Kirchner, es que el país tiene regiones más calientes que Córdoba. El conurbano bonaerense, por ejemplo. O las provincias de gran parte del Norte, donde la desigualdad social es mucho más grande y, por lo tanto, la miseria es también más amplia y profunda. De hecho, el primer efecto contagio, en la mañana de ayer, fue en Glew, en el corazón del conurbano de Buenos Aires. Un comerciante fue asesinado dentro de su comercio, luego de que se resistiera a un saqueo. Fue un foco pequeño de un drama latente y más grande. El delito, la desesperación por un botín oportuno y el rencor social se juntan a veces para provocar brutales estallidos. En algunos casos interviene también la necesidad, cuya existencia el Gobierno se niega a aceptar.
Pero Cristina Kirchner decidió, en un reflejo casi genético, abandonar a la buena de Dios al gobernador cordobés, José Manuel de la Sota. A De la Sota lo sorprendió en Panamá el acuartelamiento de su policía; allí estaba haciendo una escala técnica para viajar a Colombia. En una ciudad colombiana cercana a Cartagena de Indias debía entregar la presidencia de una asociación latinoamericana relacionada con la alimentación. Esa presidencia la tenía Córdoba, no De la Sota. El gobernador emprendió el regreso a Córdoba no bien llegó a Panamá, urgido por las novedades sobre la rebelión de los uniformados. Desde Panamá instruyó a sus funcionarios para que pidieran la ayuda de la Gendarmería al gobierno nacional. Es lo que hicieron, pero en Buenos Aires nadie les atendió el teléfono.
Es raro. Esas llamadas rechazadas convivieron en las mismas horas en que Jorge Capitanich protagonizaba con Mauricio Macri la mayor escenificación del aparente comienzo de una nueva era política. Larga reunión de ambos. Viejos reclamos de Macri destrabados por el gobierno nacional. Conferencia de prensa conjunta luego del encuentro. Todos los periodistas podían preguntar a ambos funcionarios. "Parecía que Cristina se había ido", zumbó un agudo analista. ¿Por qué Cristina le abrió las puertas a Macri y se las cerró a De la Sota?
Una explicación escuchada en la política subraya la diferencia entre los dos mandatarios opositores. Macri es un opositor hecho y derecho. No es peronista y nunca significará un relevo de Cristina en el liderazgo del peronismo. De la Sota, en cambio, será protagonista o ayudará a la construcción de una alternativa peronista al kirchnerismo. Ése es su definitivo compromiso político. Por ahora, se lleva mejor con Daniel Scioli que con Sergio Massa, pero las cosas podrían cambiar con el correr del tiempo.
Sin embargo, los que mejor conocen a Cristina Kirchner no se detienen en esas sutilezas. La diferencia es otra, dicen. La Capital está serena ahora, aunque ni Cristina ni Macri pudieron resolver rápidamente, el lunes último, la violenta ocupación de la autopista Illia, durante gran parte de ese día, por habitantes de la villa 31. Sea como sea, con Macri no había que resolver un perentorio conflicto social. Se trataba sólo de respetar las buenas formas y de poner en marcha algunas decisiones administrativas largamente pedidas por el jefe del gobierno porteño. En Córdoba había una situación descontrolada, una sociedad conmovedoramente asustada y una delincuencia que se convirtió en dueña de la vida y la propiedad. Uno de los grandes centros urbanos del país fue, durante horas interminables, un territorio liberado, una ciudad abierta para el delito.
Cristina Kirchner reaccionó con los destellos propios del kirchnerismo. Los problemas serios son siempre ajenos. Ya le llegará el turno a Macri. La Presidenta dio órdenes y contraórdenes. Capitanich perdió la oportunidad de resolver razonablemente el primer conflicto importante que le tocó. Pero en la noche del martes, Cristina lo instruyó para que le negara asistencia a De la Sota. El jefe de Gabinete no se resistió. La primera orden presidencial fue cumplida y explicada por Capitanich en la mañana temprana del miércoles. Luego voló a Paraguay. Fue el instante en el que la Presidenta entendió que Córdoba podía tener consecuencias de contagio en el conurbano bonaerense. Glew era el ejemplo. Cambió la orden. Llamó a Sergio Berni y le dio otra indicación: tropas de la Gendarmería debían viajar de manera urgente a Córdoba. Tarde. El problema ya se había resuelto. "Necesitábamos las tropas en la noche del martes, no en el mediodía del miércoles", zumbó De la Sota desde Córdoba.
De la Sota se encontró en Córdoba con una policía sublevada y sin ningún puente de diálogo abierto. Llamó a la Iglesia. Lo atendió el obispo auxiliar de Córdoba, Pedro Torres, recientemente designado por el papa Francisco. El obispo titular se está recuperando de una operación quirúrgica. Torres convocó en el acto a la Comisión por la Paz, que integra junto con un rabino, un imán y un pastor evangélico. Ellos ayudaron al gobernador para crear el indispensable clima de un diálogo, aunque no intervinieron en las soluciones prácticas del problema. El propio Torres remarcó luego el descuido que había sufrido Córdoba por parte del gobierno nacional, aunque también dijo que el gobierno cordobés no resolvió a tiempo el viejo problema de los salarios policiales. Dialoguista y ecuánime, con algunos retos amables para unos y otros. Una criatura perfecta del papa Bergoglio.
El violento fuego de Córdoba debería advertir a los que aspiran a suceder a Cristina Kirchner. Habrá problemas económicos, pero también recibirán a núcleos significativos de argentinos que han perdido cualquier noción de la responsabilidad social. Oscilan entre el delito, el oportunismo y el resentimiento.