¿Desconcierto, incomodidad o pereza estratégica? Por ahora, lo único cierto es que la fijación de la agenda está en manos del rival. Veamos por qué y echemos una mirada al futuro.

Debe admitirse que el Gobierno, en cuanto a estilos y conductas simbólicas, ha conseguido que por lo menos algunas banderas opositoras lucieran a media asta. La idílica escena kitsch de la Presidenta acompañada por el simpático pingüino y el blanco perrito bolivariano nos instaló en una atmósfera de pacifismo casi gandhiano, en las antípodas de las confrontaciones a que nos tenía acostumbrado el kirchnerismo. Y la cotidiana apertura a la prensa de todos los colores por parte del nuevo jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, sumada a su promesa de hablar con todos y de presentarse ante el Congreso todas las veces que fueran necesarias, ha despejado, en principio, otros nubarrones que solían oscurecer el horizonte.

Ningún funcionario habló, estos días, de las acechanzas de la "derecha", ni se sintió jaqueado por las corporaciones. Tampoco hubo referencias al omnímodo poder de Magnetto.

Si el Gobierno está a punto de alcanzar esta forma virtuosa de la institucionalidad, si los propios opositores como expresión colectiva han preferido un discreto silencio acerca de la nueva etapa, entonces francamente, ¿la oposición política resulta necesaria o habrá de limitarse al papel de levantabrazos en las cámaras legislativas?

Afinando, sin embargo, el diagnóstico, y proyectándolo al mediano plazo, el panorama no resulta tan pesimista para los partidos opositores. El oficialismo está viviendo una breve e intensa luna de miel, con el regreso y las decisiones de la Presidenta; hay que dejarlo disfrutar en paz su momento. No sabemos si volverá a presentarse en los dos años que faltan de mandato. Pueden pronosticarse, una vez pasada la euforia, graves tensiones internas, sobre todo entre el aparato justicialista sobreviviente y La Cámpora y sus aliados. Y habrá que ver si funciona la conducción atenuada de la Presidenta, que deberá cuidar su salud.

Bienvenida la mejora en los modales del Gobierno, sobre todo si no es sólo mero maquillaje y si persiste en el tiempo. Los que nos hemos cansado a lo largo de los años criticando la ecuación amigo/enemigo, los que hemos combatido la descalificación y el falso etiquetamiento de los que piensan distinto, los que hemos condenado la división de los argentinos convertida en causa teórica, sólo podemos recibir con alivio esta nueva actitud. Nos vendrá bien a todos. Se estrecharán las manos que no se estrechaban antes.

Pero a no engañarse. Los problemas que aquejan (ahora crónicamente) al país siguen en pie, sin modificación alguna. La remoción de Guillermo Moreno no significa que vaya a bajar la inflación; ni siquiera significa que esa inflación se vaya a medir correctamente. Jorge Capitanich es un eficiente cuadro político y un caudillo territorial que ha ganado con amplitud las elecciones en su provincia, el Chaco, que, sin embargo, no deja de tener uno de los índices de pobreza e indigencia más altos del país.

El clientelismo sigue campeando por sus fueros. Nada indica que los cepos cambiarios, la fuga de divisas y el derrame de subsidios vayan a desaparecer. La inseguridad y la expansión vertiginosa del narcotráfico se enfrentan con escasa convicción. Las políticas de transporte y energía van rumbo a una crisis inédita. Un insumo tóxico corroe las instituciones: la corrupción. Por desgracia, no es algo que la sociedad argentina asuma entre sus batallas prioritarias.

El nuevo gabinete kirchnerista, en muy pocos días, se verá obligado a enfrentar esta dura realidad. Y la oposición, paradójicamente, dispondrá de las ventajas de estar liberada de la gestión nacional. Claro que también a los opositores el reloj de la transición los obligará a correr más rápido. Una fecha clave será el 10 de diciembre, con la formación del nuevo Congreso. Allí tendrán lugar los primeros escarceos sobre eventuales aproximaciones de las diferentes fuerzas opositoras, por lo menos para acordar una agenda legislativa común. Igualmente, empezará el tiempo de descuento para una mayor inserción social y mediática de los precandidatos de la oposición. Quizás el énfasis deba ponerse en el crecimiento económico, la lucha contra la inseguridad y la corrupción, y la normalidad institucional, para alejar el temor de que sólo quienes hoy están en el poder pueden gobernar.

Vamos a intentar un ejercicio de simulación acerca de las elecciones presidenciales de 2015, interpretando libremente algunas encuestas y agregando nuestra propia evaluación. Para empezar, es difícil que el oficialismo no sufra un desgaste, e impensado que candidatos como Capitanich o Scioli se acerquen al caudal de Cristina en 2011. Aun así, daríamos al candidato kirchnerista (A), sea quien fuere el heredero, de 28 a 32%, cerca de lo obtenido en 2013. Advertimos que puede producirse una caída y las cifras ser mucho menores.

Se calculan los siguientes porcentajes para la oposición: B = Massa y el Frente Renovador, 24-28%; C = UNEN, es decir, básicamente, UCR más socialismo, 24-28%; D = Macri y Pro, 10-15%; E = PO, 5-8%.

Sergio Massa, nos guste o no su candidatura y su mensaje, ha sido la mayor revelación política de 2013, con su salto sin escalas de una intendencia del conurbano a la justificada aspiración presidencial. Seguramente estará disconforme con el eventual porcentaje de votos que le adjudicamos. Pero en adelante, con la nueva estética adoptada por el kirchnerismo, le costará crecer.

La coalición UNEN es otra promesa política e institucional que deberá consolidar su unidad y hacer más visible su programa, de raíz progresista. La abundancia de precandidatos (los radicales Cobos y Sanz, el socialista Binner y Elisa Carrió) puede ser una ventaja, si prevalece el espíritu de equipo, o un perjuicio, si se impone el personalismo.

Macri y su partido mantienen una sólida posición en la ciudad de Buenos Aires y un buen caudal de apoyo en Santa Fe, pero su implantación es lenta en el resto del país. Será difícil conservar la calidad de la gestión porteña y, al mismo tiempo, ofrecerla como modelo a las provincias.

El Partido Obrero procura ser fiel a su nombre, crece limpiamente en sindicatos y universidades, pero le resulta arduo franquear las barreras de la clase media.

¿Qué podemos esperar de esta oposición? En primer lugar, que salga de su ensimismamiento y conforme, a partir del 10 de diciembre, una mesa de coordinación y unidad en el nuevo Congreso capaz de refutar los proyectos indeseables del oficialismo. Después, que consolide liderazgos reconocibles y programas superadores. La campaña 2014-2015 tocará a todas las puertas y se dirimirá, probablemente, entre la obstinación del populismo criollo y la reinvención de una socialdemocracia a la argentina.

La simulación de candidaturas y porcentajes nos lleva a pronunciar una palabra inevitable: ballottage. Nos anuncia fragmentación y no descarta ningún escenario.

Para evitarla, habrá que hablar de coaliciones o alianzas, y aun así, nada es seguro. A y E, en principio, no se pueden aliar con nadie. B, C y D podrían, en teoría, formar una gran (y estrictamente improbable) coalición. Sólo nos quedan C y D, que hoy se miran con recelo, pero que mañana podrían reunirse. Son menos diferentes de lo que creen.

La política argentina, atada al carro del peronismo, podría darnos una sorpresa en 2015.