Pasó de no querer pagarle a la española a endeudar el país por 10 años para resolver el conflicto. Los vueltas de la crisis energética y las dificultades económicas de la Argentina mostraron la elasticidad del ministro keynesiano.
A Axel Kicillof se le atribuye la idea de la expropiación a Repsol del 51% de las acciones que tenía en YPF. Idea que Cristina Fernández comezó a poner en prática en abril de 2012 con la intervención de la compañía y el envío al Congreso del proyecto de ley para que el Estado Nacional recuperara el control de la entonces petrolera privada. Todo bajo el ampuloso título de la recuperación de la "soberanía energética".
El Gobierno, con Kicillof como ariete, culpó a Repsol no sólo por el presunto vacimiento de YPF sino también, implícitamente, por la caída en desgracia de la balanza comercial energética, que unos meses antes terminó con 25 años de saldo positivo al registrar un déficit de US$3.000 millones, gracias a los US$9.000 millones destinados a la importación de combustibles.
Claro que para responsabilizar a Repsol, el Gobierno tuvo que ignorar que el resto de las petroleras también mostraban un desempeño regresivo en materia de producción de petróleo y gas; que por voluntad de Néstor Kirchner ingresó a YPF como socia la familia Eskenzi, entonces amiga del matrimonio presidencial, gracias a un convenio muy singular; que el representante del Estado en el directorio de la petrolera, con poder de veto, avaló todas las decisiones de los accionistas; y que la política del kirchnercristinismo ha sido de desaliento a la inversión en el rubro de los hidrocarburos.
Con las cuentas energéticas en rojo, el déficit fiscal creciente y las reservas del Banco Central en sangría permanente (principalmente por las importaciones de combustibles que requieren su pago en dólares), Kicillof le vendió a la Presidente que la solución a estos problemas era la expropiación de YPF. Y así ocurrió. Kicillof aprovechó entonces para agitar sus banderas nacionalistas y keynesianas, mediantes las cuáles el Estado debe tener un control absoluto de la economía.
Para el Gobierno resultaba conveniente la jugada desde el punto de vista político: la imagen de la Presidente comenzaba a declinar tras el escándalo que significaba la vinculación del vicepresidente elegido por ella misma en un caso de corrupción y, sobre todo, por la tragedia de Once, que desnudó no sólo la desidia del Estado en el tema de los ferrocarriles sino también la delictiva asociación entre empresarios y funcionarios para el uso ilícito de los recursos públicos.