Como he comentado en estas páginas, los mayores estamos dejando aislados a los jóvenes al considerar que no tenemos casi nada para enseñarles.
Las tendencias sociales predominantes nos han convencido erróneamente de que niños y jóvenes cuentan con las herramientas necesarias para construirse como personas porque manejan con soltura la tecnología de esta época, que no es en absoluto compleja. Esa actitud de temor reverencial, que además es útil para disimular un cierto desinterés por los otros, afirma a los jóvenes en la autosuficiencia que define la etapa evolutiva que atraviesan. Pero nuestra deserción deja a los jóvenes abandonados, indefensos ante la voracidad de quienes sólo los conciben como entusiastas consumidores y están muy poco interesados en su desarrollo como personas.
Una metáfora clara de la situación actual es que a los humanos ahora se nos considera "recursos" de una sociedad que busca asimilarse a una empresa en lugar de constituir un proyecto de vida en común. Nuestra época idolatra lo joven hasta el punto de haber convertido un transitorio período formativo en estación de llegada en la que todos queremos permanecer de manera casi indefinida.
Ya no se intenta conformar a las personas como sujetos autónomos, sino que se trata de satisfacer sus impulsos inmediatos, entreteniéndolas al menor costo posible. El principio del placer rige nuestras vidas. Avanza una sociedad que lo devora todo: bienes, ideas, celebridades. Reina la imagen, consagrando al video y al cibernauta. Todo lo que antes era vivido directamente ahora debe acceder a la representación. La permanencia del mundo, el sentimiento de lo real, se disuelven en las imágenes fugaces generadas por las nuevas tecnologías. Prisionero de un presente absoluto y global, desvinculado del pasado, el sujeto moderno es un "ser sin ombligo".
Es preciso aceptar y comprender esos cambios profundos, que suponen una verdadera mutación de lo humano de la que somos a la vez protagonistas y testigos. Pero eso no implica estimular a los recién llegados para que se desvinculen de una cultura que ha sido laboriosamente construida.
El papa Francisco, al haberse erigido en poco tiempo en un arquetipo humano a la vez espiritual e intelectual, está llamado a ejercer un liderazgo universal perdurable en esta sociedad en mutación. De allí la trascendencia que para la educación adquieren las reflexiones mediante las que ha expresado su preocupación acerca de una cuestión clave para la civilización: el vínculo intergeneracional.
Lo ha hecho de manera reiterada durante su reciente visita a Río de Janeiro para asistir a las Jornadas de la Juventud, donde señaló que ese vínculo resulta fundamental para la tarea de educar a niños y jóvenes. Ya planteó el problema en el avión que lo llevaba desde Roma, cuando dijo: "Este primer viaje es precisamente para encontrar a los jóvenes, pero para encontrarlos no aislados de su vida; quisiera encontrarlos precisamente en el tejido social, en sociedad. Porque cuando aislamos a los jóvenes cometemos una injusticia; les quitamos su pertenencia. Los jóvenes tienen una pertenencia a una familia, a una patria, a una cultura, a una fe? Ellos, verdaderamente, son el futuro de un pueblo: esto es así. Pero no sólo ellos: ellos son el futuro porque tienen la fuerza, son jóvenes, irán adelante. Pero también el otro extremo de la vida, los ancianos, es el futuro de un pueblo. Un pueblo tiene futuro si va adelante con los dos puntos: con los jóvenes, con la fuerza, porque lo llevan adelante; y con los ancianos porque ellos son los que aportan la sabiduría de la vida. Y tantas veces pienso que cometemos una injusticia con los ancianos cuando los dejamos de lado como si ellos no tuviesen nada que aportar; tienen la sabiduría, la sabiduría de la vida, la sabiduría de la historia, la sabiduría de la patria, la sabiduría de la familia. Y tenemos necesidad de estas cosas".
En sus intervenciones durante las Jornadas de Río, el papa Francisco retornó a ese tema central de su prédica señalando, a propósito de los ancianos, su preocupación por la "eutanasia escondida" que resulta de la falta de interés por su bienestar, pero también por la "eutanasia cultural" que lleva a descartar su participación en la vida social, su exclusión. Es ésta, la de la "eutanasia cultural", una feliz expresión para evocar la desaparición no sólo de los ancianos, sino también de los adultos que pretendemos vivir en un estado de permanente juventud. De esta manera, la cultura queda silenciada porque quienes podrían transmitirla se retiran de su responsabilidad de poner a las nuevas generaciones en posesión de su herencia, de un patrimonio que les corresponde por la sola razón de ser humanos. Los jóvenes tienen el derecho y la obligación de elaborar su propia visión del mundo, pero no podrán hacerlo cabalmente si no se apropian de las herramientas para construirla y de la herencia que les permitirá emprender la tarea de modificar la realidad.
El Papa ha invitado a los jóvenes a salir a luchar impulsados por valores, así como también a los viejos a enseñarles, a transmitir la sabiduría de los pueblos. Concibe esos dos períodos de la vida como amenazados por un mismo destino: la exclusión. Efectivamente, al no incorporar el patrimonio de la humanidad, al no escuchar, los jóvenes van quedando aislados de lo mejor que ésta ha generado, mientras que al ser inducidos a no dar testimonio, a callar, los mayores también son descartados por una sociedad que los considera inútiles.
En otra de sus intervenciones el Papa recordó lo que a propósito de esta cuestión señala el documento final de la conferencia general del Celam de Aparecida, Brasil: "Niños y ancianos construyen el futuro de los pueblos. Los niños, porque llevarán adelante la historia; los ancianos, porque transmiten la experiencia y la sabiduría de su vida". Esta relación, este diálogo entre las generaciones, es un tesoro que tenemos que preservar y alimentar.
Como lo demuestran sus afirmaciones, el papa Francisco advierte el riesgo que supondría romper esa relación fundante de la civilización. Sostiene que no podemos dejar solos a los recién llegados, que es nuestra responsabilidad introducirlos al mundo afirmados en esa sabiduría que nos da la vida vivida, como lo señaló ante los cardenales a las pocas horas de haber sido elegido.
Precisamente, la crisis educativa surge del debilitamiento de ese diálogo entre las generaciones, que se debe al hecho de que a los mayores les resulta cómodo pensar que no tienen nada para decir a sus hijos. Eso les permite retirarse de su responsabilidad de dar testimonio del mundo y de la cultura. Frente a esa actitud, los jóvenes se convencen de que tampoco tienen nada para aprender de sus mayores, estimulados por una descomunal maquinaria publicitaria que no sólo monopoliza su atención, sino que los fortalece en su convicción de que ya lo saben todo.
Es imprescindible que los que tienen mucho para decir y, sobre todo, para mostrar con el ejemplo de sus vidas recuperen la valentía de hacerlo. Y que los responsables de llevar adelante la historia no sólo reconozcan con humildad que tienen aún bastante por aprender, sino que, sin dejar de hablar, se detengan también a escuchar.