Esa vigencia podría estar denotando tanto su relativa fortaleza como cierta vacuidad de los actores que aseguran enfrentarla. Le bastó a la Presidenta con un cortometraje para comunicar su regreso a la actividad, tras un mes largo de convalecencia, y un movimiento de piezas en el tablero ministerial – con el estruendo sorpresivo de la salida de Guillermo Moreno– para que buena parte de la oposición ingresara en un lapso de aparente confusión.
Llamó la atención, por ejemplo, la condescendencia con que Mauricio Macri, el líder del PRO, analizó las designaciones de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete, de Axel Kicillof en Economía y de Juan Carlos Fábrega en el Banco Central. El caso más atendible sería el del todavía gobernador del Chaco: existe entre ellos una vieja relación personal. El jefe porteño es un dirigente sensible: se suele retraer de las críticas cuando sus rivales tienen una imagen social más o menos ponderada. Es lo que, según encuestas, sucedería con la Presidenta a partir de su enfermedad.
Tampoco fue el suyo el único caso. El diputado electo del Frente Renovador, Ignacio De Mendiguren, se deshizo en elogios sobre el propio Capitanich y, algo menos, sobre Kicillof. Con el peronista compartió el Gabinete en la administración de emergencia que comandó a partir del 2001 Eduardo Duhalde. A algún desprevenido le hubiese costado entender que esa voz era la de un dirigente ahora opositor. Tal vez, el ex titular de la UIA esté aún bajo los efectos de la foto que unió el fin de semana a su jefe, Sergio Massa, con el intedente de Lomas de Zamora y diputado K, Martín Insaurralde.
Ese retrato de época pareció casi absorber a la empobrecida política hasta que el lunes al atardecer irrumpió Cristina.
Tampoco lo hizo con estrategias de alto vuelo.
Fue suficiente con su mejor semblante –luego de aquel rostro decrépito registrado por la prensa cuando ingresó por segunda vez a la Fundación Favaloro– con las rosas de Hebe de Bonafini, el perrito caraqueño Simón, obsequiado por el hermano de Hugo Chávez y un enorme pingüino sentado a su lado, para que aquella pálida realidad volviera a girar alrededor de ella.
La oposición debería comenzar a interpelarse cómo, con herramientas tan módicas, Cristina es capaz de ir diluyendo en el imaginario público lo que aquellos dirigentes construyeron en las urnas durante las primarias de agosto y las legislativas de octubre. Tal vez, esa construcción sea menos sólida de lo que proclaman. Semejante esfuerzo fue plumereado, primero, por el fallo de la Corte Suprema sobre la ley de medios que contempló todos los intereses del Gobierno. Luego aterrizó el intenso debate –que ya parece atenuado– por el desembarco del narcotráfico en la Argentina, que atizaron los obispos y los jueces del máximo Tribunal. Ahora sería el turno de la Presidenta.
Cristina impactó con su cortometraje de confección hogareña. Podrá darse a Simón (el perrito bolivariano) y al pingüino el simbolismo político que le adjudicó la imaginación frondosa de Ricardo Forster, el miembro de Carta Abierta. Pero también cabría otra mirada menos pretenciosa: con un marketing muy bien urdido –como ocurrió luego de la muerte repentina de Néstor Kirchner– a la Presidenta le alcanzaría para retomar la iniciativa y la expectativa. El rumbo político, más allá de la marquesina sin la estrella eclipsada de Moreno, difícilmente sufra un vuelco sustancial. Habrá que ver cuánto se interpreta de lo que pareció expresar el 68% de los votos en contra en las urnas.
Aquel marketing le ha proporcionado siempre a la Presidenta muchos mejores resultados que sus fórmulas políticas. Los cambios en el Gabinete, en especial el ascenso de Capitanich, acentuarán el aislamiento de Amado Boudou. El chaqueño posee con Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico, el vínculo del que siempre careció el vicepresidente.
Boudou fue una obra mal tallada a solas por Cristina. Gabriel Mariotto fue otra. El vicegobernador asoma ahora cobijado por la figura vacilante de Daniel Scioli. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué será en el futuro de la vida de Insaurralde, luego de su excursión de fin de semana por el Tigre. El lomense, por lo pronto, decidió fugarse unos días al Caribe. Cristina se había ilusionado con su hallazgo, incluso después del fracaso en las primarias.
La novedad y la esperanza se llama en este tiempo Kicillof. El nuevo ministro de Economía tiene en sus manos una brasa que arde: deberá hacer algo, rápido y eficaz, para ordenar el frente externo donde sigue la fuga de dólares. Ayer se escaparon otros 100 millones de dólares. Ese problema no se emparcharía sólo con medidas económicas: requeriría, sobre todo, de una reposición de la confianza que desde hace mucho tiempo el Gobierno se ocupó de dilapidar. Quizá, por esa razón, habría vivido con alivio el alejamiento de Moreno. Pese a que mantuvo con él, hasta último momento, una buena relación. Esa sombra le hubiera oscurecido a Kicillof la posibilidad de sembrar alguna expectativa.
El ex secretario de Comercio venía acumulando desde antaño un ejército de enemigos internos y externos. El arribo de Capitanich a la Jefatura de Gabinete pudo haber representado, en ese sentido, una señal cuya dimensión recién logró mensurarse en las últimas horas.
El gobernador del Chaco reflejaría el pensamiento del sistema de mandatarios pejotistas, donde también Scioli pretende capitalizar su futuro político. Esos hombres, sin fisuras, coincidieron en uno de los diagnósticos clave sobre la derrota electoral: la atribuyeron a la persistente y horadante inflación. Quizás, el error más trascendente de los innumerables de Moreno que jalonaron su década de poder con los Kirchner.
Mercedes Marcó del Pont, días antes de su despido, había alertado sobre la necesidad perentoria de combatir el alza de precios. Mantenía con el ex secretario una vieja pelea.
Pero está visto que no debió ser esa la razón de su caída.
El futuro nuevo titular del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, tiene idéntico parecer, en ese campo, al de Marcó del Pont. Alguna vez, sin suerte, le supo acercar una carpeta con sugerencias a Cristina.
Un interrogante que, sin respuesta certera, circuló ayer con intensidad intentaba indagar en los motivos por los cuales la salida de Moreno se demoró respecto de los primeros cambios.
Hay quienes aseguran que, a lo mejor, una gota pudo haber desbordado el vaso: ayer se supo que el ex secretario de Comercio invirtió durante el 2012 en bonos en dólares para engrosar su patrimonio personal. Justo de parte del funcionario que inventó el cepo cambiario y otras restricciones que han afectado seriamente el funcionamiento económico.
A raíz de esa anomalía, dirigentes de la oposición formularon en la Justicia una denuncia contra Moreno. Ayer mismo el ex secretario volvió a declarar en la causa por las multas que pretendió imponer a consultoras privadas que divulgaron índices inflacionarios diferentes a los difundidos por el INDEC. El cerco judicial empezaba a ser una incomodidad, como lo es también el presente de Boudou.
Pero el vicepresidente figura en la línea sucesoria.
Y Cristina acaba recién de reaparecer a media máquina. Moreno es, junto a Luis D’Elía y al propio Boudou, uno de los hombres del kirchnerismo con peor ponderación social.
Massa hizo de esa debilidad del Gobierno una de sus banderas dilectas de campaña. No fue el único, aunque sí el más insistente, en el heterógeneo mosaico opositor. Cristina pretendería con su decisión de prescindir de Moreno restarle argumentos cuando debe iniciar el complejo camino de la transición. Aunque persiste el enigma sobre si su salida implicará un cambio radical de la política en el área.
De cualquier forma, se trataría de la primera notificación presidencial explícita y tardía sobre la derrota de octubre. Mechada con un cortometraje en el cual tallaron un perro y un pingüino, que no disimularon la vocación de Cristina de ser la protagonista política excluyente.