El rápido crecimiento del número de vehículos en circulación no ha sido acompañado por las necesarias inversiones en la red de caminos y autopistas. Esta mora se advierte claramente en la creciente congestión, así como en el deterioro del mantenimiento y en el aumento de los accidentes camineros en rutas que no responden ni en capacidad ni en diseño a un tráfico que las satura. El problema es crítico en los accesos a las grandes ciudades, particularmente en la Región Metropolitana y en las rutas troncales que aún permanecen como vías de sólo dos carriles. Varias de estas ya han adquirido el calificativo de "ruta trágica".
El uso intenso de la red vial no se refiere solamente a los automóviles. También el tránsito de cargas ha crecido fuertemente en consonancia con la producción agrícola. El ferrocarril sigue cumpliendo un rol limitado a pesar de que la Argentina cuenta con una red extensa que conecta las principales zonas productivas con los puertos y las áreas industriales. Esta misma paradoja se observa en los movimientos masivos de personas en los accesos a nuestra Capital Federal. La deficiencia del sistema ferroviario induce a un uso del automóvil particular en una proporción sustancialmente mayor a la que se observa en otras grandes urbes que disponen de sistemas masivos eficientes.
El desarrollo de la red de autopistas muestra un gran atraso. La Argentina hoy cuenta con sólo 1650 kilómetros de autopistas, en tanto la Academia Nacional de Ingeniería estima, sobre la base de los volúmenes de tráfico, que debería disponer de 5550 kilómetros, ampliándose a 8700 en los próximos cinco años. El Instituto del Transporte de esa Academia presentó un documento en el que propone y fundamenta una política que optimice el uso eficiente de la inversión pública y la privada en autopistas mediante la recuperación total o parcial por peaje en contratos de concesión de obra pública.
Otra propuesta, proveniente de la Fundación Metas del Siglo XXI, expone un programa inmediato de construcción de 13.000 kilómetros de nuevas autopistas, financiadas mediante la creación de un impuesto adicional a las naftas y al gasoil que se recaudaría en un fondo fiduciario. Con él se aseguraría el pago de las obras concluidas y la devolución del financiamiento de corto plazo obtenido por los constructores para realizarlas. Las nuevas autopistas serían de uso gratuito, sin peaje. Esta propuesta puede parecer atractiva en tiempos en que la inseguridad jurídica y el alto riesgo país dificultan la convocatoria de inversiones de riesgo, pero no parece alinear convenientemente los intereses de las partes involucradas. Por otro lado, ese impuesto adicional a los combustibles sería recaudado en una proporción mayor al 90 por ciento en otras rutas y calles urbanas, no pareciendo lógico que sea aplicado sólo en beneficio de quienes circulen por las nuevas autopistas. Probablemente resulte más justo y lógico que éstos paguen un peaje proporcionado a sus ahorros de tiempo y operación. Los costos de cobro y administración de peaje se han reducido drásticamente por los sistemas automatizados sin detención ni barrera, como los puede observar quien viaje al exterior.
Parece más justificado destinar cualquier impuesto adicional sobre los combustibles a obras viales en redes secundarias o primarias no susceptibles de ser concesionadas por peaje. De esta forma se desarrolló nuestra red caminera a partir de 1932, cuando bajo la inspiración del ingeniero Justiniano Allende Posse se creó un régimen de obtención y distribución de fondos provenientes de un impuesto a la nafta. La asignación específica a obras viales y su distribución por provincias según parámetros económicos que reflejaban las necesidades, le dio impulso y estabilidad a la inversión caminera sin sujetarla a las siempre cambiantes y angustiantes disponibilidades presupuestarias.
Ese sistema, después de sufrir numerosas modificaciones, fue abandonado en 1990 y la inversión caminera pasó a depender de las partidas presupuestarias que anualmente se le asignen. El gobierno nacional dejó de estar obligado a una distribución preestablecida por provincia y adquirió de esa forma un importante poder de discrecionalidad. A partir de aquel cambio se apeló al sistema de concesión por peaje atrayendo capitales privados hacia la obra caminera, pero luego de la crisis de 2002 este proceso fue desandado. Con el propósito de no aumentar las tarifas de peaje, el Gobierno se hizo cargo de las inversiones en las concesiones existentes y a partir de entonces se produjo un gradual deterioro en el estado de las rutas concesionadas. Por tiempos prolongados, los peajes fueron congelados, quitando capacidad a los concesionarios para cumplir con sus obligaciones de mantenimiento.
En estos últimos años, la obra pública caminera tuvo varios rasgos característicos: su concentración poco explicable en la provincia de Santa Cruz; la adjudicación de contratos a pocos grupos, principalmente a los de amigos del poder; la demora en iniciar y ejecutar obras de altísima necesidad; y los sobrecostos, consecuencia de la corrupción en las obras ejecutadas. Todo esto explica la situación de retraso y deterioro que se hace más evidente debido al rápido aumento del parque automotor. Esta es otra de las cuestiones que reclama un cambio y que se agrega a la lista de urgentes tareas que este gobierno, o el que lo continúe, deberán encarar para recuperar la posibilidad de un sistema de transporte que acompañe el desarrollo que nuestro país merece.