Pero, además, le dieron a la constitucionalidad de la ley de medios, ahora consagrada por la Corte Suprema, un significado muy distinto del que hubiera querido atribuirle el oficialismo. Ahora, con un gobierno debilitado, esa ley ya no puede ser un instrumento para extender la hegemonía K a la prensa crítica.
El fin de esa ley no era democratizar la palabra, sino retenerla para que no socavara al poder establecido. Sucede que en la operatoria comercial del Grupo Clarín, el diario fundado por Roberto Noble en 1945, es pecata minuta. Las ganancias del grupo provienen en un 80% de una de sus empresas, la que provee televisión por cable. Por lo tanto, la ley de medios, en principio, no debió ser sino una resolución antimonopólica más, como se dicta en cualquier país. Sin embargo, el pretendido desguace de ese grupo mediático no era una medida aséptica. Lo que les importaba a los Kirchner no era la desmesura del grupo, sino la importancia que atribuían al diario, su emblema, como actor en la construcción del clima social. Ahora bien, Clarín ¿es un actor más o un protagonista?
Aquí quizás hayan mostrado los Kirchner alguno de los prejuicios que modelaron su pensamiento. Todos somos hijos de nuestra época, y no es fácil escapar a los clisés de ella. Se decía, por ejemplo: "Ningún gobierno resiste cinco tapas en contra de Clarín". Si los Kirchner hubieran nacido veinte o treinta años más tarde, quizás hubieran sido capaces de comprender la endeblez de esa frase. Tal mito nunca fue verdadero, y menos lo es en este tiempo en el que los ciudadanos de las grandes urbes lidiamos cada día con información plural y aprendemos vertiginosamente a manejarla. Un niño que nace hoy dentro de dos años ya usará los rudimentos de la nube informática.
A diferencia de Carlos Menem y de Juan Perón, los Kirchner le adjudicaron al periodismo un valor altísimo como formador de opinión y agente de la escena política. En ese sentido, no siguen a Perón en el escepticismo sobre el cuarto poder que el general expresó al reconocer que "con la prensa en contra, gané, y con la prensa a favor, perdí". Claro que a esa verdad llegó Perón ya de viejo. Antes pensaba lo contrario.
¿Por qué a la hora de elegir el enemigo principal los Kirchner eligieron un diario? Es cierto que Clarín -hoy además multimedio- es, desde hace tiempo, el de mayor tirada. Al erigir a Clarín en enemigo principal, los Kirchner rompieron el pacto de no agresión y colaboración mutua, explícito o implícito, que el mismo Néstor había trenzado con los gerentes del grupo.
Lo paradójico de esta historia es que Clarín les debe a los gobiernos K haberse transformado de diario mayormente informativo, con editoriales despolitizadas, en diario nervioso que puso todas sus pilas en señalamientos críticos e investigación de desaguisados del poder. A los gobiernos kirchneristas no les molestó que la concentración empresarial de medios llevara a la concentración de la palabra. Les molestó que la capacidad cuestionadora de un medio masivo embarrara la sed de poder que navega por la venas K. Si el kirchnerismo tuviese la democratización de la palabra por paradigma, hubiera practicado esa sana costumbre en los medios que tiene hoy a su disposición, que a esta altura superan largamente a los que acumula el diario de la calle Piedras, y basta operar el control remoto para darse cuenta. Que democratizar los medios nunca fue una premisa de los Kirchner ya lo demostró su gestión en Santa Cruz, donde para perpetuarse en el poder no vacilaron en aplastar la crítica.
El inspirador de la ley de medios fue Julio Ramos, un periodista que trabajó largos años en Clarín y que en 1976 fundó un diario económico que hizo de la prédica contra Clarín una preocupación monotemática. Son rarezas argentinas: los argumentos del gobierno contra Clarín provienen del libro de Ramos El cerrojo a la prensa, en el cual el autor, que había estudiado a fondo la historia, los procedimientos y las características del diario de Noble, acusaba a éste de entorpecer a la competencia (léase, el propio Ramos y su diario Ámbito Financiero). Cuando los Kirchner subieron al poder, Ramos, que había sido, como buen hombre de negocios, muy benévolo con el menemismo, los menospreció tanto como a Clarín, al cual solía designar, en un término tan inexacto como sonoro, "el monopolio". Las críticas virulentas de Ramos a Clarín tenían una motivación clara: la competencia profesional. ¿Qué diría Ramos si volviera a vivir y viera que sus argumentos han sido apropiados por los Kirchner, tras ser decorados con una guinda populista?
En la Argentina hay libertad de expresión. Pero ella no es una graciosa concesión, sino un derecho ganado duramente durante mucho tiempo y que en esta última década ha conllevado un alto costo. No hay héroes en esa larga batalla. Pero sí hay un sobreviviente. Es la sociedad, que no está dispuesta a ser humillada nuevamente, como lo fue tantas veces, por las mentiras de un poder que se pretende hegemónico.
El fallo de la Corte dice, en su mejor idea, que la ley de medios afecta la rentabilidad, pero no lo sustentabilidad del Grupo Clarín. Punto. Pero esa ley despierta sospechas porque la sociedad desconfía de que este gobierno la aplique imparcialmente. ¿Puede hacerlo quien debió ser obligado por esta misma Corte a contratar publicidad oficial en medios opositores y aun así lo ha hecho con mezquina por no decir miserable parcialidad?
Como lo demostraron las elecciones del 27 de octubre último, la sociedad argentina rechaza el autoritarismo y la voluntad de manipular las opiniones. La enorme pérdida de votos K lo demuestra y la excusa de que el Frente para la Victoria sigue siendo la primera minoría es un argumento endeble. Ese frente es, en buena medida, la máquina electoral del Estado.
Por eso, lo que haga ahora el Gobierno con el fallo de la Corte Suprema no será gratuito. Ahora que se ha disipado el encantamiento provocado por la necrofilia post-Kirchner, y que el sueño de la perpetuación de Cristina se ha volatilizado, los costos de cualquier aventura autoritaria del Gobierno le serán cobrados, y con intereses.