Todo lo que está por delante nos sabe peor. Los superávits gemelos ya no existen ni entablillados por los malabarismos de Moreno, Echegaray y Marcó del Pont. La crisis energética seguirá creciendo. Los transportes circulan con la infraestructura de hace veinte años, y para paliar la emergencia el ministro Randazzo compra, con créditos chinos, trenes que se podrían fabricar en el país si hubiera fondos. Las reservas del Banco Central disminuyen y se disfrazan de papelitos del Tesoro que son los mismos que se entregan a la Anses por tomar sus dólares en préstamo. Y el riesgo país está plantado muy arriba. Con Cristina o después de Cristina nos esperan malos tiempos.
Este diagnóstico acerbo nos es familiar. Así terminó el gobierno de Isabel Perón, así, y peor aún, el del Proceso, así también el de Carlos Menem. Es la marca de los gobiernos populistas cuya identidad histórica es privilegiar el éxito inmediato sin ninguna mirada sobre el futuro. ¿Acaso de otro modo se puede entender que el poderoso ministro De Vido no haya visto venir la escasez energética teniendo en sus manos todos los datos y las ya infinitas advertencias de los secretarios de Energía de gobiernos anteriores y de especialistas de todos los matices? Y esto, por mencionar un solo ejemplo.
No es la marca de los gobiernos republicanos. Arturo Frondizi terminó su presidencia en un clima negativo, pero dejando reformas estructurales y fuertes inversiones públicas y privadas que luego permitirían al equipo de Arturo Illia reactivar la economía utilizando la capacidad instalada. Illia, a su vez, reforzó esas inversiones y pagó un tercio de la deuda externa en sus treinta meses de gestión dejando una herencia saludable que aprovechó el equipo económico de Adalberto Krieger Vassena. Raúl Alfonsín recibió la ruina del populismo militar y en su problemática gestión económica tomó decisiones todas que preservaban el futuro: evitó la declaración de default de la gigante deuda externa que habría aliviado al Tesoro en lo inmediato pero comprometido el porvenir, como sabemos bien ahora; logró el autoabastecimiento petrolero en 1988 y realizó inversiones hidroeléctricas por 5000 millones de dólares en el sistema Limay-Neuquén y en Yacyretá, más otras grandes reformas de largo plazo en la vigencia constitucional y la promoción de los derechos humanos, la educación, la salud y la construcción de relaciones amistosas con Chile y Brasil.
Se pueden hacer muchas críticas a las presidencias de Frondizi, Illia y Alfonsín, pero lo que en ninguno de los tres casos corresponde es acusarlos de haberse desentendido del futuro. A tal punto que sus gobiernos concluyeron en la adversidad de sus presentes, pero dejando condiciones mejores a sus sucesores, como lo vivieron en su momento los equipos Illia-Blanco, Onganía-Krieger y Menem-Cavallo. La macroeconomía se desarrolla siempre en el tiempo, es forzoso tenerlo en cuenta para hacer evaluaciones veraces.
Esta hermandad del populismo con el presente y del republicanismo con el futuro -y estoy simplificando conceptos, claro- es la clave principal para entender la historia de nuestros últimos cincuenta años y de lo que muchos consideran nuestra "decadencia". No se trata tanto de decadencia, sino de perder el tiempo histórico de la sociedad por vivir a los tumbos. Y los tumbos son el fruto de esta perversa alternancia entre populismo y democracia republicana que constituye, probablemente, la enfermedad profunda de nuestro país.
La cuestión es rica en derivaciones. Por lo pronto, la alternancia ha dejado memoria en el ánimo colectivo. Cuando estamos en medio del festival populista y todos nos beneficiamos individualmente en salarios, créditos, jubilaciones, consumo, viajes, de a poco empieza a acompañarnos una nostalgia del futuro apenas perceptible, pero que nos hace poco fructífero el goce del presente. Es también lo que sucede ahora, y ya lo hemos vivido en todas las otras ocasiones. El desaliento, el deterioro de la convivencia y un creciente pesimismo vienen de eso, de esa conciencia difusa de que lo por venir es incierto.
Pero hay algo más esencial. Si se mira con ánimo inquisidor la historia argentina del último siglo, un elemento inquietante es que se ha perdido el contrato social, el convenio básico, y esto es particularmente visible en los estratos dirigenciales. En la segunda mitad del siglo XIX, los dirigentes se alinearon con todas sus diferencias en un acuerdo de fondo: construir hacia el futuro un país mejor. Hubo un pacto férreo en considerar la visión del futuro como el calificador de las propuestas políticas. Y nuestros padres de la Organización Nacional y aun de todo el comienzo del siglo XX, incluyendo la llegada de los gobiernos populares del radicalismo, discutían, disentían y se enfrentaban sobre la visión del futuro del país y la manera que cada uno prefería -por ideología o por intereses- de agrupar los instrumentos, los medios de acción, según su mirada.
Cuando aparece el populismo, cambia el conjunto. Se instalan grupos de poder político, económico, sindical e intelectual que rompen esa referencia al futuro, a veces de buena fe, con el argumento de "mejorar ya mismo" en respuesta a injusticias o postergaciones que se hacían insoportables. Y de la necesidad se hizo vicio o provecho innoble, cerrando el debate sobre las consecuencias futuras de las decisiones políticas. Así se ha quebrado el viejo diálogo sobre los fines de la acción pública que, como todos sabemos, sigue siendo el eje de los debates en las sociedades que progresan en el mundo. Si los populismos no quieren hablar de futuro, no hay construcción de un pacto nacional posible. Así estamos.
La marca de esta deformación cruza toda la política argentina, contamina incluso a fuerzas de tradición republicana y explica buena parte de nuestro "atraso". Si queremos volver a mirarnos en el modo eficaz de construcción con que los viejos hicieron el país a fines del siglo XIX y principios del XX, debemos restablecer el argumento "futuro" en todas las conversaciones y propuestas políticas. Y así es posible que, de a poco, reconstruyamos una interacción positiva como la que tenían aquellos fundadores.
Pero eso también supone un considerable trabajo de docencia en la opinión pública, que, en tanto tiempo de oscilar entre propuestas de corto plazo y validar sólo las más inmediatamente prometedoras, se confunde cuando llegan los malos resultados de la imprevisión.
Y algo más. En su hipertrofia, el populismo conlleva otras dolencias destructivas. Los protagonistas del populismo, que por definición tiene poca mirada sobre el futuro, también padecen de esa minusvalía en sus proyectos personales. Si no se trabaja para el futuro común y no se integran instituciones propias del trabajo de largo plazo, como son, en la política, los partidos bien constituidos y eficientes, existe la tentación de pensar sólo en el futuro propio y personal. Estamos entonces muy cerca del "sálvese quien pueda". Y eso, en buen romance, es el nido de la corrupción.