A veces parece que no existe. Otras veces llena la escena. ¿Quién habría anticipado hace pocos días el rol que ahora ocupa el vicepresidente Amado Boudou? Hoy, es. Ayer, no era. Mañana, ¿será?

Dos factores determinan esta inconstancia. Uno de ellos es constitucional, puesto que la Constitución determina que el rol del vicepresidente sólo se activa cuando debe cubrir la ausencia presidencial. El segundo de ellos es político, ya que los presidentes han pretendido por lo general ningunear a los vicepresidentes para evitar que les hicieran sombra.

En su libro La sorprendente historia de los vicepresidentes argentinos, Nelson Castro analiza exhaustivamente el papel crucial de los vicepresidentes en el curso de nuestra historia. El trabajo cubre desde Salvador María del Carril, vice de Urquiza en 1860, hasta Julio César Cobos, incluido su famoso voto "no positivo" a favor del campo en el desempate del Senado, el 17 de julio de 2008. La narración de Nelson Castro, completa e incitante, sólo llega hasta el actual vicepresidente, Amado Boudou. Pero uno lee las páginas con avidez porque la salida a escena de los vicepresidentes siempre coincidió con esas situaciones de crisis que nunca nos han faltado. Querría llamar la atención, en este breve recuento, sobre la figura egregia de Carlos Pellegrini, quien empezó por ser el vicepresidente de Juárez Celman, en 1886, para guiar a la Argentina, ya como presidente, durante la aterradora crisis de 1890.

Hubo vicepresidentes pacíficos, como Víctor Martínez y Daniel Scioli, y vicepresidentes alterados, como Carlos "Chacho" Álvarez, cuya irreflexiva renuncia precipitó la caída de Fernando de la Rúa en diciembre de 2001. La accidentada historia de los vicepresidentes terminó por reflejar la tensión, quizás la precariedad, de nuestras instituciones republicanas. La primera interpretación de la exaltación de Amado Boudou a la presidencia interina mientras dure el reposo presidencial, favorecida por el círculo de la propia Cristina Kirchner, es que Boudou seguirá siendo irrelevante mientras dure su interinato. El poder, en tanto, lo habrá de ejercer el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, en su papel de auténtico representante de Cristina.

¿Será así? He aquí una pregunta en cierto modo "subversiva". Cristina había manejado hasta ahora su gobierno en forma centralista y autoritaria. En voz baja, a veces casi mediante susurros, hay dentro y fuera de su gobierno, empero, tímidas voces que insinúan una apertura hacia la realidad. Estas voces ¿se podrán escuchar más fuertemente ahora? ¿Quién se animaría en todo caso a enmendarle la plana a la Presidenta, ahora que ella no está?

Razones para urgir un cambio de rumbo en el Gobierno no faltan y son de peso. En los círculos económicos y empresarios se advierte que vamos mal, y esto ya lo anticipó el pueblo al propinarle al Gobierno una dura derrota, en proporción de 3 a 1, en las elecciones primarias del 11 de agosto. Estas cifras ¿se confirmarán o se rectificarán el 27 de este mes?

Del lado del Gobierno hay optimistas que confían en el factor emocional que podría acompañar a Cristina en función de su enfermedad. Opositores como Massa y hasta compañeros de ruta como el propio Scioli confiesan, sin embargo, en la intimidad que de aquí en adelante algo habría que hacer para evitar males mayores. A la propia Cristina a lo mejor le convendría que no fuera ella sino otro quien se animara a "ponerle el cascabel al gato". Este "otro" ¿podría ser el propio Boudou?

Planteada así, de golpe, esta hipótesis parece descabellada. Algunos argumentos, empero, se alinean en su favor. Supongamos, por lo pronto, que en las intimidades del Gobierno crece la persuasión de que algo habrá que hacer antes de fin de año. Si Boudou fuera el encargado de hacerlo, ¿no reflejaría este supuesto giro sus inclinaciones juveniles cuando militaba en la UCD? Estas inclinaciones ¿se han borrado del todo en nombre del pragmatismo? Pongámonos ahora en la cabeza del Gobierno. Si sabe íntimamente que necesita cambiar, ¿por qué no intentarlo a través del desprestigiado Boudou, que ya no tiene nada que perder?

Lo que algunos se animan a aconsejarle al Gobierno en esta hora crucial, en suma, es simular que no cambia cuando en verdad cambia. Es mantener la rigidez del discurso populista mientras el realismo asoma por debajo de él. ¿Que esto equivaldría a mentir? Pero mentir ¿sería moralmente inaceptable desde la perspectiva de un gobierno como éste, que inventó el Indec?