Que la política muchas veces conlleva acciones impúdicas no constituye ninguna novedad. Lamentablemente, el negociado, la traición y la chicana son prácticas sumamente habituales en la vida política argentina y se encuentran en las antípodas de lo que se considera honorable. La clase dirigente y la sociedad toda parecemos habernos acostumbrado y las consentimos como si fueran intrínsecamente parte del juego.

Una de las herramientas más dañinas, vigente desde hace más de 20 años en la Argentina y ya hoy profundamente enraizada, es el clientelismo prebendario. Su perversidad radica en que implica la manipulación de la necesidad de los más pobres. Se extorsiona a los que menos tienen condicionando la provisión de bienes y servicios públicos al apoyo político-partidario. Así, por ejemplo, los punteros políticos entregan puestos de trabajo, planes sociales, casas, remedios, bolsones de mercadería y otros bienes básicos, que en muchos casos debieran ser de acceso universal, a cambio del compromiso de apoyo, la participación en marchas y las promesas de voto.

Sin embargo, aquellos desprotegidos devenidos en clientes son sólo una cara en la moneda de la manipulación. Hay otra, tal vez más triste y aún mucho más oscura, encarnada por quienes resultan excluidos aún de las prácticas clientelistas. Son aquellos a los que la política clientelar discrimina porque no pueden o no quieren ser objeto de favores.

Muchas personas en condición de pobreza no reciben los beneficios de la política clientelar simplemente porque se niegan a ser mano de obra barata de intendentes y punteros. No faltan enfermos, jubilados, niños y niñas que son excluidos de beneficios porque no pueden asistir a marchas o porque no votan. En otros casos, son discriminados porque manifiestan una simpatía hacia una fuerza política que no es la del Gobierno. Nadie habla de ellos a pesar de ser los más marginados. Quedan fuera, pues, de la descarada repartija de bienes fundamentales simplemente porque no pueden brindar un apoyo político.

Todos parecemos resignados a convivir con prácticas nefastas como las descriptas. Por supuesto que no faltan quienes culpan a los pobres ni quienes se benefician claramente con la manipulación de quienes menos tienen. Resulta escandaloso que nuestra sociedad tome como habitual procedimientos que victimizan a los más vulnerables.

Los pobres, por manipulación o exclusión, son quienes más sufren el clientelismo. Soportan los rigores que impone la necesidad sin oportunidad de acceder a un estado mínimo de bienestar que les evite tomar partido para recibir favores que, en justicia, les corresponde. Cargan también con los prejuicios de quienes ven en cada necesitado a un mero cómplice del aparato clientelar. Hay quienes olvidan que no todos los pobres viven del clientelismo y que muchos otros lo hacen bajo el imperio de la necesidad, sin tener otra elección posible.

Son los punteros, dirigentes políticos o los curas villeros, a menudo, los únicos que se preocupan en la villa por conseguirles una medicación o una ambulancia en la mitad de la noche. Y la sociedad consiente haber dejado a los punteros la representación de un Estado cada vez más ausente, no sólo en los sitios marginales del país. ¿No confiaríamos muchos de nosotros nuestra lealtad política si nos hubiera tocado nacer en las condiciones de los más desventurados?

Una novedad peligrosa, con graves implicancias, es la utilización de las Fuerzas Armadas como instrumento del clientelismo político al servicio del poder de turno. Al poner recientemente en funciones a los nuevos jefes militares, la Presidenta anunció la "refuncionalización" de las Fuerzas Armadas. Previamente, había designado a dos incondicionales de su facción en las jefaturas del Ejército y del Estado Mayor Conjunto. Llama la atención que, aun cuando las Fuerzas Armadas no están ni remotamente en condiciones materiales de cumplir su misión principal, el Ejército ya trabaja con fondos extrapresupuestarios en veinte villas de emergencia del área metropolitana.

Rebelarse contra el clientelismo es el desafío que debiéramos exigir como sociedad comprometida a la próxima generación de políticos argentinos. Lo que realmente debiera desvelarlos, a ellos y a todos como ciudadanos, es el escandaloso drama de la pobreza. La satisfacción de las necesidades más básicas debe alcanzar a todos de manera imparcial.

Asegurar el elemental acceso al alimento, la vivienda, la educación, la salud y el empleo, por mencionar solo algunos derechos elementales básicos amparados por nuestra Constitución, es la tarea pendiente de los gobernantes que el país elija en las próximas elecciones. Que quienes llegan al poder lo hagan merced a la manipulación clientelar de los votantes no debiera ser ya una alternativa consentida despreocupadamente por todos. Modificar esta realidad es un imperativo ineluctable que demandará tiempo y que no podemos seguir postergando. Cada uno desde nuestro lugar, deberemos creativamente encontrar la forma de contribuir con la erradicación de este infame flagelo.

Este clientelismo convencional se completa con otro, que podríamos llamar de segundo grado: el que ejerce el gobierno nacional con los gobernadores e intendentes a los que otorga o niega los recursos del Estado a cambio de disciplina política. Esos gobernantes también son "clientes". Aunque no sean, en sentido estricto, "necesitados", ya que podrían disponer de estrategias que los emancipen de esa vergonzosa sumisión.

En sus discursos de campaña, Cristina Kirchner suele extender su sueño clientelar a todo el electorado. Cada vez que visita una localidad, enrostra a los vecinos los beneficios que ella les ha dado, como si no fuera su obligación y como si los bienes y servicios del Estado salieran de su propio patrimonio. También amenaza a los que no voten a sus listas de candidatos con la posibilidad de no recibir más esas prestaciones, a las que los ciudadanos tienen derecho.

El clientelismo es una metodología perversa de sometimiento electoral. Se trata de uno de los rasgos principales de esas políticas que Daron Acemoglu y James Robinson, en su ya célebre Por qué fracasan los países denominan "extractivas". Es decir, políticas destinadas no a distribuir poder en la sociedad, sino a extraerlo en beneficio de una elite que se va volviendo casta. Una de las condiciones que hacen posible este avasallamiento es la existencia de programas sociales que carecen de dispositivos de seguimiento que aseguren, en un plazo razonable, la inserción laboral de los beneficiarios. Esa carencia es deliberada: pretende condenar al que recibe un subsidio a ser eternamente un subsidiado.

Quienes lleguen al poder podrán elegir si continúan vergonzosamente beneficiándose con la manipulación clientelar de los pobres o si pasan a defenderlos, dejando de considerarlos como objetos y tratándolos como sujetos de derecho, preocupándose por promover políticas de desarrollo para todos que no exijan nada a cambio, tal como toda persona merece por el solo hecho de serlo.

Nuestro castigado país necesita que de estas elecciones comiencen a emerger candidatos con más grandeza y visión de largo plazo. Políticos capaces de elegir el sinuoso camino hacia una sociedad más justa, que integre y promocione a todos y, especialmente, a los más pobres. Sobran los políticos con vocación de ganar elecciones.

Necesitamos de aquellos que expresen una auténtica y clara vocación por transformar la realidad. Como sabiamente sostiene el doctor Abel Albino, que lucha contra la desnutrición infantil, cuando nuestros políticos prioricen las próximas generaciones por sobre las próximas elecciones, nuestro país habrá dado un importante paso adelante.