Está en guerra declarada contra la Corte. Su proyecto es cambiarla. Subiendo o bajando el número de miembros, quiere otro tribunal en la cima del Poder Judicial. Por ahora, está ejecutando lo que mejor sabe hacer su gobierno: presionar, descalificar, manipular algunos datos de la verdad.
La Presidenta vislumbra que su reforma judicial no tiene buen pronóstico en la Justicia. De alguna manera, esa intuición fue confirmada anoche por la jueza electoral María Servini de Cubría, que declaró inconstitucional la elección popular y partidaria de los consejeros de la Magistratura. Es la sentencia que esperaba la Corte Suprema, porque es el primer fallo sobre la cuestión de fondo. No es una cautelar, como lo fueron todas las anteriores resoluciones de los jueces que frenaron aquella elección. La jueza Servini de Cubría dictaminó directamente que el contenido de la reforma cristinista es, en lo que se refiere al Consejo de la Magistratura, inconstitucional. Ese expediente terminará en la Corte Suprema. Esto explica la dura ofensiva de Cristina contra los máximos magistrados del país.
Esas personas son jueces. No están acostumbradas a las agitaciones ni a los maltratos de la política. El clima que ayer se vivió en la Corte era de un especial malhumor. "¿Qué hemos hecho para merecer este destrato?", se preguntaban con insistencia entre los máximos jueces del país. La Presidenta ha perdido ya cualquier noción de la moderación institucional. Nunca, en 30 años de democracia, el jefe del Poder Ejecutivo se refirió de manera tan ofensiva a la cabeza de otro poder del Estado.
El cristinismo toca los límites de la Constitución con el propósito de violarlos. Dos importantes ministros, Juan Manuel Abal Medina y Julio De Vido, dijeron en los últimos días que no hay otra solución electoral que la continuidad de Cristina Kirchner después de 2015. Esas cosas no se dicen sin la aprobación de la Presidenta. La Constitución obliga a Cristina abandonar su cargo dentro de dos años. ¿Alguien podría imaginar a ministros norteamericanos pidiendo que Barack Obama se quede en la presidencia más allá de los únicos dos mandatos que le permite la Constitución de su país? Imposible. La anomalía se ha convertido en la normalidad argentina.
El problema de la Presidenta es que su capacidad de ataque es cada vez menor. Agranda sus ofensas en la medida en que el impacto de ellas es crecientemente escaso. A veces, consigue exactamente lo contrario: convertir en víctimas a los destinatarios de su furia. Le sucedió el lunes con el cruel ataque al juez Carlos Fayt, a quien llamó "el centenario". Hizo explotar las redes sociales, pero en mayoritario apoyo de Fayt. A los 95 años, Fayt es un juez independiente incluso de sus propios colegas de la Corte Suprema. La semana anterior, en un caso que debía decidir si se continuaba o no con el embargo en la Argentina de las cuentas de la petrolera Chevron, escribió una posición solitaria contra la resolución firmada por los seis miembros restantes del tribunal. El caso era especialmente sensible para el Gobierno. Fayt votó contra los intereses del Gobierno.
Irónica y agresiva, Cristina no se priva ni de cometer el pecado de la discriminación. Entre otros sectores sociales discrimina a los discapacitados, a los obesos, a los que profesan credos diferentes del mayoritario o a los viejos, entre muchos más. El deber de los líderes es impedir esas segregaciones, en lugar de provocarlas. Fayt es miembro de la Corte porque asumió en 1983, mucho antes de la reforma constitucional de 1994 que estableció los 75 años como edad máxima para los jueces. Tiene derechos adquiridos, como los tiene también otro juez de la Corte de 1983, Enrique Petracchi. La Presidenta, que es abogada, a pesar de lo que parece, detesta los derechos adquiridos porque le impiden aplicar sus revanchas en tiempos perentorios.
No sólo Fayt fue blanco de sus ataques, aunque fue la mención más ofensiva. También le echó en cara al presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, haber llegado al tribunal por decisión del matrimonio Kirchner. Otra vez, Cristina cambió los términos de la verdad. Dijo que Néstor Kirchner había designado al "presidente de la Corte" sin conocerlo. En rigor, el ex presidente promovió el nombramiento de Lorenzetti como juez de la Corte. El cargo de presidente se lo ganó el propio Lorenzetti, a quien eligieron titular del cuerpo los otros jueces supremos. El resabio más peligroso de la queja presidencial es cierto reproche porque no le agradecieron la designación. Si tuviéramos una Corte agradecida a los Kirchner por su nombramiento, ¿qué diferencia habría entonces con la Corte menemista? ¿Qué mérito falso se les habría adjudicado a los Kirchner durante diez años cuando se valoró la designación de una Corte honesta e independiente?
También los jueces Juan Carlos Maqueda y Eugenio Zaffaroni fueron mencionados por la Presidenta como hombres con antecedentes de militancia política. Defendió, de ese modo, su proyecto de elección popular y partidaria de los consejeros de la Magistratura, que tendrán la capacidad de nombrar, ascender o desplazar a los jueces. Ni Maqueda ni Zaffaroni llegaron a sus puestos actuales en boletas partidarias. Ésa es la diferencia. Maqueda se ha dedicado a ser juez y Zaffaroni prefirió militar en el cristinismo. Es la decisión de cada uno de ellos. Ninguno se sintió obligado por partido alguno a ser lo que son o a hacer lo que hacen.
Cristina se molestó porque al Poder Judicial lo llaman "contrapoder". La Justicia no es un contrapoder, porque es un poder del Estado. La Justicia sí es, en su esencia, contramayoritaria. Su función es aplicar las leyes sin importarle el pensamiento circunstancial de la mayoría. Su deber (sobre todo el de la Corte) es garantizar la vigencia de la Constitución para impedir la arbitrariedad y reponer en sus derechos a los ciudadanos. Ese sistema es la mejor defensa de las minorías y responde a los frenos y contrapesos propios de la división de poderes. División de poderes que es, en definitiva, la garantía más eficiente de la libertad. Es casi imposible, de todos modos, analizar a la Presidenta con parámetros normales. Su caso tal vez no pertenezca sólo a la política. La actual presidenta es la misma persona que como senadora defendía las instituciones y que llegó al poder, en 2007, prometiendo una mejor calidad de vida democrática. Nadie hubiera imaginado entonces que seis años después compararía a su esposo con San Martín y Belgrano, como lo hizo anteayer en Santa Cruz. Fue una función única del culto a la personalidad desde los tiempos de Perón y Eva.
Cristina Kirchner hace trascender, al mismo tiempo, que está dispuesta a cambiar la Corte Suprema, ya sea aumentando el número de sus miembros o sacando a varios de los actuales jueces. No puede hacerlo si no a través de la presión pública. No tiene Congreso, ni lo tendrá, para descabezar al máximo tribunal de justicia del país. La expulsión de los jueces de la Corte Suprema necesita de los dos tercios de las dos cámaras del Congreso mediante un juicio político. La decisión política del cristinismo de presionar duramente a la Corte fue explícita cuando ayer se sumó Hebe de Bonafini, que ya a principios de año había empezado una campaña personal contra cada uno de los jueces supremos.
El país vive las horas tensas que deparan los momentos finales de las inscripciones electorales. Sin embargo, la democracia es un sistema de vida que abarca principios más amplios que las elecciones esporádicas de legisladores. Cristina Kirchner está más preocupada en derrocar al Poder Judicial que en seleccionar candidatos. Su liderazgo político se ha encontrado, por fin, con una causa revolucionaria.