La Presidenta está muy golpeada por el deterioro de la economía y las denuncias de corrupción. Pero durante su discurso en el festejo de los diez años de gobierno demostró que, para que abandone el poder en diciembre de 2015, como marca la Constitución, la oposición necesitará un poco más que buenas intenciones. Lo más importante que dijo fue: no estamos ante el final de un ciclo. Y agregó: a menos que los que vengan a inaugurar otra etapa pretendan tirar por la borda todo lo que conseguimos durante estos últimos diez años.
No fue certera, pero sí muy inteligente. No fue certera, porque todos los que manejan estadísticas confiables saben que, en efecto, estamos en el final de un ciclo económico. Que será muy difícil crecer a tasas de casi dos dígitos, como sucedió desde 2002 hasta 2006. Que la inflación, la desocupación, la pobreza y la concentración y extranjerización de la economía seguirán creciendo en los próximos dos años, a menos que se anuncie un nuevo plan que vaya en dirección contraria al mamarracho que se impone ahora. Pero fue muy inteligente porque metió mucho miedo.
Y se lo metió, con una marca de fuego, a los 15 millones de argentinos que hoy dependen del Estado. Desde quienes reciben la asignación por hijo hasta los jubilados que dependen de su salario mensual para poder vivir. Es decir: vinculó el fin de ciclo con al advenimiento de un lobo feroz imaginario que aterrizaría en la Argentina para quitarle a los que menos tienen el dinero que reciben del Estado. Y no lo hizo en cualquier momento. Lo hizo apenas horas después de anunciar un aumento en la asignación por hijo, las asignaciones familiares, y el futuro incremento de las jubilaciones. Todas medidas que servirán para alentar el consumo, disminuir el mal humor social y quizá recuperar el voto de una parte de la clase media desencantada. La misma porción de argentinos que votó a la Presidenta en octubre de 2011 y le hizo lograr un resultado histórico, frente a una oposición fragmentada y con pocas ideas para el futuro.
¿Estamos frente al mismo escenario?
Nadie lo podría asegurar con precisión. Los encuestadores sostienen que si las elecciones fueran hoy, los resultados serían parecidos a los de 2009, cuando Néstor Kirchner, Daniel Scioli y Sergio Massa perdieron frente a Francisco De Narváez, el candidato de Unión Pro. Como siempre, la madre de todas las batallas se daría en la provincia de Buenos Aires. Allí, De Narváez ya le estaría ganando por muy poco a la ministra Alicia Kirchner, pero la verdad es que aún falta saber quiénes serán, de verdad, los candidatos. En las últimas horas el intendente de Tigre, Sergio Massa, volvió a emitir señales de que finalmente jugará.
Y que lo haría por fuera del Frente para la Victoria y también por fuera del peronismo disidente en el que confluyen José Manuel de la Sota, De Narváez, Hugo Moyano y Gerónimo Venegas. Con una alianza que incluiría al jefe de gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri y a decenas de intendentes que lo están esperando con ansiedad. En cualquiera de las dos alternativas, las posibilidades de triunfo para el proyecto nacional y popular que lidera Cristina Fernández se verían limitadas por los votos en su contra.
Lo mismo sucedería si toda la oposición se llegara a poner de acuerdo en ir
con una sola lista de candidatos para integrar el Consejo de la Magistratura.
Como esa nómina debería ser votada en las primarias de agosto, el resultado
infligiría una herida de muerte al proyecto de reforma judicial cuya aprobación
acaba de conseguir el gobierno. Expresaría, en realidad, el daño que le puede
hacer toda la oposición, unida, al núcleo duro del cristinismo que cada vez está
más encerrado en sí mismo.
El ego opositor
Pero ese y otros acuerdos están amenazados más por el ego de quienes pretenden ser candidatos que por la propia dinámica de los acontecimientos. Solo por dar un ejemplo, nadie objetó que se pusiera al frente de la lista a Julio César Strassera, al fiscal que acusó a los integrantes de la Junta Militar de la dictadura. Pero los problemas empiezan a surgir cuando se discute distrito por distrito, y los partidos tradicionales quieren imponer su cuota histórica en el reparto de poder. Hay un puñado de dirigentes que insisten en afirmar que las próximas elecciones primarias de agosto son tan importantes como las últimas presidenciales de octubre de 2011. Que de su resultado dependerá la próxima década de la Argentina. Sostienen que si el Frente para la Victoria gana con cierta holgura, podrá imponer una reforma constitucional que le permita a Cristina Fernández perpetuarse en el poder.
No habrá 2015 para nadie si antes no ganamos en 2013, tratan de convencer tanto a Macri como a Massa, mientras se aseguran un ejército de 100 mil fiscales propios, en la provincia de Buenos Aires, para que nadie se vea tentado a hacer desaparecer boletas de la oposición o alterar los números del escrutinio final. El jefe de gobierno de la Ciudad y el intendente de Tigre comparten el diagnóstico, pero quieren esperar unos días más, antes de definir con claridad su juego. Parecen relativamente cómodos, porque sus encuestas lo muestran ganadores en sus respectivos distritos y ahora necesitan saber cómo reaccionarán los argentinos frente al paquete de anuncios que acaba de lanzar la Jefa de Estado.
Las elecciones se ganan o se pierden quince días antes de las fechas del comicio. Por eso es una tontería mostrar las cartas ahora, en el medio de tanta confusión me dijo alguien que trabaja para Macri, cuando le pregunté cuánto faltaba para sellar un nuevo entendimiento con De Narváez. Más o menos lo mismo me dijo alguien que habla en nombre de Massa, un poco molesto de que le hagan siempre la misma pregunta. La Presidenta apuesta a que esa divergencia de intereses personales la termine favoreciendo, como durante la última competencia electoral. El sábado, en la Plaza de Mayo, puso en marcha el operativo resurrección que tantas satisfacciones le dio después de la muerte de Kirchner.