La admiración expuesta por la presidenta argentina hacia el fallecido Hugo Chávez y su régimen no obedece a una estrategia en el plano de las relaciones internacionales, sino que expresa una coincidencia más profunda que se manifiesta en la similitud de las políticas de gobierno aplicadas en ambos países. Lamentablemente, se refleja también en sus resultados. En los dos casos se está frente a populismos declarados como de izquierda, aunque con rasgos totalitarios y fascistoides.
Chávez entendió que sus objetivos podían verse frustrados por el sistema de división de poderes que establecía la Constitución venezolana. El dominio de la Justicia y del Parlamento constituyó así una tarea en la cual puso su mayor empeño. Luego de las elecciones parlamentarias de 2010, que no le fueron favorables, y antes de que asumieran los nuevos legisladores de la oposición, reformó la ley de designación de magistrados y renovó la integración del Tribunal Supremo de Justicia, designando miembros afines al gobierno. A partir de entonces, ese Tribunal ha desconocido la separación de poderes y se sujetó a los propósitos políticos del Ejecutivo. El temor de los jueces ante la amenaza desde el poder permitió a Chávez alinear a los tribunales en sus deseos. Un ejemplo dramático de esto fue el apresamiento de la jueza María Lourdes Afiuni después de haber otorgado libertad condicional a un opositor que estuvo detenido durante casi tres años con prisión preventiva por sus críticas.
El avasallamiento de la Justicia en Venezuela ha marcado un rumbo que ha sido seguido por el gobierno argentino. A los numerosos desvíos protagonizados en nuestro país por jueces que no administraron justicia cuando tocaba al poder, se agregan ahora las reformas sancionadas por un Congreso con obedientes mayorías oficialistas en ambas cámaras. Se siguen los pasos de Venezuela.
Una muestra concreta de esa orientación fue concretada ayer por el kirchnerismo cuando, tras una maratónica sesión en Diputados, terminó aprobando casi en soledad un orden en el que el poder de las mayorías será absoluto. No sólo sancionó la elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura, cuyos integrantes irán postulados en boletas partidarias, sino la limitación de las medidas cautelares y de los amparos: un claro cercenamiento a los derechos de los ciudadanos frente a un Estado que se manifiesta avasallando libertades y garantías.
También se siguen los pasos de Venezuela en lo referido a la presión sobre los medios independientes y a la libertad de expresión. En 2007, Chávez hizo retirar del aire y del cable el canal de televisión RCTV, y quedó sólo Globovisión como el único crítico al gobierno. Sobre éste cayeron luego persistentes embates administrativos para procurar su cierre. Hacia fines de 2010, la Asamblea Nacional extendió a Internet las restricciones a la libertad de expresión comprendidas en la ley de responsabilidad social de 2004. Además, agregó la prohibición de transmitir contenidos que "fomenten zozobra en la ciudadanía o alteren el orden público".
La Conatel, controlada por el gobierno venezolano, es el organismo que administra las sanciones y tiene, además, la facultad para obligar a emitir en cadena interrumpiendo frecuentemente las programaciones. La semejanza con los avances sobre la prensa independiente en la Argentina es suficientemente clara. También lo son las restricciones para obtener información del Gobierno. Posiblemente, la gestión kirchnerista haya aventajado a la chavista, que no ha ido aún tan lejos como el falseamiento liso y llano de estadísticas, como lo ha hecho el Indec.
La conducción de la economía venezolana bajo el declamado socialismo del siglo XXI permite también reconocer rumbos y hechos repetidos en nuestro país en años recientes.
En ese sentido, la sucesión de Chávez por Nicolás Maduro no ha implicado ni permite prever un cambio de esa dirección. El aumento desbordante del gasto público, pero sin que ello signifique obras de infraestructura, ha sido un rasgo común. El gobierno chavista ha dictado cátedra en la canalización de importantes partidas pecuniarias con objetivos políticos y en el empleo de fondos públicos para asegurar dominio y perpetuación en el poder. El déficit fiscal ha trepado allí al 8 por ciento del producto bruto interno con una inflación del 25% anual. La fuga de divisas los llevó a la imposición de un cepo cambiario y al despegue de un tipo de cambio paralelo que cuadruplica el oficial. Una fuerte devaluación no redujo esa brecha. Hay restricciones a las importaciones, control de precios, y se observa escasez y desabastecimiento de muchos productos básicos.
Nuestro gobierno imita esos pasos autoritarios. El déficit fiscal ya llega al 4,5% del producto bruto, la inflación es del 24%, hay cepo cambiario y mercado paralelo. Todavía la brecha no es tan amplia y el control de precios aún no ha producido un desabastecimiento significativo, pero el camino está trazado. Estos pasos llevan tarde o temprano a una devaluación, que seguramente se hará imprescindible, pero también será infructuosa, como ocurrió en Venezuela. Así como el abundante petróleo no alcanza para resolver los desaguisados económicos en ese país, la abundante soja tampoco permitirá evitar las consecuencias en la Argentina.
Si de lo que se trata es de seguir los pasos, otros países de la región nos muestran mejores caminos. El fin, más bien, parece hoy aquí terminar de asentar un hiperpresidencialismo dominante de los tres poderes, con las nefastas consecuencias que ello significa para la salud de la República.