Pagina nueva 1

Cristina vivió una semana atormentada por los peores sonidos y las peores imágenes. Las cacerolas y millones de voces volvieron a sonar el jueves, aunque ella viajó a Perú y Venezuela para no escucharlas. La ausencia le permitió también soslayar las imágenes de una gigantesca marcha de indignados contra su Gobierno. Aunque arrastró otras, en su memoria, que observadas con detenimiento le podrían ayudar a comprender tamaño malhumor.

Nada debe haber emparentado más al kirchnerismo con el menemismo en el imaginario colectivo que un escándalo de corrupción, como el de tráfico de euros, que osciló de modo constante, por voluntad de los cerebros cristinistas, la política con la farándula.

¿No podría asimilarse el episodio del empresario Lázaro Báez y el valijero Leonardo Fariña, acaso, con el glamoroso noventismo de Guillermo Cóppola, o Liz Fassi Lavalle? La corrupción fue una marca del tiempo menemista que recién hizo estragos en su poder cuando pasó el efecto de la convertibilidad. La economía del modelo nacional y popular ha dejado de dar buenas señales hace mucho. Casi desde el 2007. La moraleja causaría profundo desasosiego en el oficialismo, en los umbrales de un año electoral clave.

El cacerolazo volvió a alimentarse, sobre todo, de los desaguisados del Gobierno. La convocatoria venía con cierta timidez hasta la tragedia de las inundaciones. La demorada reacción presidencial, la politización de la ayuda (La Cámpora) en contraste con la espontánea solidaridad popular le dio un enorme envión. Luego se sumaron el desenfado de Cristina con una reforma judicial cuyo verdadero sentido – el sometimiento de los jueces– es exactamente opuesto al que declama en su discurso, y el desenmascaramiento de un sistema de corrupción cuyo motor sería Lázaro Baéz, empresario histórico del riñón de Néstor y Cristina Kirchner. Desde aquel 13S del 2012 habían quedado pendientes otras cuestiones que nunca tuvieron respuesta y menos aún solución: la inflación, la inseguridad, la prepotencia y la mentira.

Siguiendo esa agenda nutrida y variada podría arribarse a una conclusión significativa: está definitivamente en tela de juicio la marcha general del Gobierno y, además, la propia figura de Cristina. Un fenómeno que había anticipado el 8N y que establecería un riesgoso plano de igualdad evaluativa entre la Presidenta y sus ministros. Una tendencia distinta a aquella con la cual logró trepar en el 2011 hasta el 54% de los votos. Por entonces su imagen, para una mayoría, parecía sellada por la infalibilidad, el deslumbramiento y la compasión ante el trance doloroso –la muerte de Kirchner– que le tocaba atravesar.

El impacto popular contra Cristina sumergería en un dilema político a ella misma y a la fuerza que encarna. Se avecina una elección legislativa que podría mantener a flote o hacer naufragar el proyecto de continuidad para el 2015. El Gobierno carece de buenos candidatos en los distritos principales: Capital, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Tiene en Buenos Aires a Alicia Kirchner, aunque el agua del diluvio en La Plata hundió buena parte de sus posibilidades. La Presidenta conjeturaba, al menos hasta la irrupción de la marea de indignados, colocarse a la cabeza de esa cruzada para garantizar una victoria. No hay ya ninguna garantía después de haber sido ungida como una razón central de la protesta.

¿Habrá tomado Cristina conciencia sobre esa nueva realidad? ¿Podría esperarse ahora alguna respuesta diferente a la que tuvo en ocasiones anteriores? La mezcla de silencio, ninguneo y descalificación con que observaron los portavoces K la protesta no serían un signo alentador. Menos todavía el cinismo presidencial que disparó desde el exterior una cadena de banales tuits mientras la protesta se extendía. Valdría también reparar en ciertos antecedentes. El reclamo sobre la inflación persiste, pero Guillermo Moreno continúa siendo el timón de la conducción económica. La inseguridad no cesa, pero la Presidenta atinó para enfrentarlo apenas a un trueque de figuritas: el primer plano para el viceministro Sergio Berni en desmedro de la ministra de Seguridad, Nilda Garré. Han aparecido de nuevo, con voz e imagen, constancias de abundante corrupción. Pero Julio De Vido sigue manejando a discreción las grandes fortunas de la obra pública y Amado Boudou goza de una increíble protección judicial. Atronaron los reclamos por la independencia de los jueces y Cristina avanza con una reforma judicial que apunta a colonizarlos.

Esa impresión recogió múltiples señales en el Congreso. Los proyectos de la reforma progresaron de manera acelerada en el Senado y Diputados. La oposición fue desoída en cada una de las objeciones que planteó. La marginación resultó más notoria después de que los senadores aceptaran sólo escuchar los argumentos del periodista y titular del CELS, Horacio Verbitsky, en relación a la limitación de las medidas cautelares contra el Estado. Tal vez, esta semana, puedan oírse otras opiniones luego de la advertencia que lanzó el grupo K de Carta Abierta. Ese sería el límite de la presunta disidencia para Cristina. ¿Por qué motivo? Porque ninguna de esas organizaciones cuestiona la raíz política de la reforma que busca sujetar al Poder Judicial. También, porque todos ellos constituyen, al fin, vigas maestras en la construcción del relato.

Detrás de esa gimnasia dialéctica se agazapan todos los problemas, los artilugios y las falacias cristinistas.

Veamos si no. Diputados le dio media sanción a los concursos irrestrictos para el ingreso al Poder Judicial. A la vez el Senado convalidó la creación de tres nuevas Cámaras de Casación.

Pero introdujo una sospechosa excepción. La Casación en lo Civil y Comercial será integrada de inmediato, una vez que se convierta en ley, con jueces subrogantes.

Es decir, no habrá concurso de jueces según la forma constitucional.

Los subrogantes serían designados a dedo por el secretario de Justicia, Julián Alvarez. ¿Por qué esa excepción? ¿Por qué tanto apuro? Quizá, por el fallo de la Cámara Civil y Comercial que declaró insconstitucional un artículo clave de la ley de medios objetado por Clarín. Aunque falló a favor de otros. ¿Trataría el cristinismo de empujar el fallo a la nueva Casación con subrogantes antes de que la Corte Suprema se haga cargo del pleito y dictamine? Si no fuera así, sería difícil encontrarle explicación a la maniobra.

Aquel concurso tampoco correría para la Procuración General de la Nación. Alejandra Gils Carbó, su titular, ha montado allí casi una estructura paralela a la existente con la designación de fiscales “ad hoc”, muchos de inconfundible simpatía con La Cámpora.

La mujer se ha tomado facultades que la ley no le concede. Creó cuatro nuevas dependencias, entre ellas la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos que frenó un pedido del fiscal Carlos Rívolo sobre la ruta del dinero para la compra de Ciccone. Aquella Procuraduría, a cargo de un especialista en derechos humanos, demoró cuatro días en acercarle información a la Justicia sobre antecedentes del tráfico de dinero K inspirado al parecer por Báez, que motivó los tardíos allanamientos en las cuevas dispuestos por el juez Sebastián Casanello.

Gils Carbó podría ser sólo un eslabón de la cadena cristinista que pretende maniatar al Poder Judicial para, entre tantas cosas, encubrir las oscuridades del poder. Pero en el nuevo escándalo de las valijas podrían señalarse otras complicidades o negligencias. Al menos, las del jefe de la AFIP, Ricardo Echegaray, y las del titular de la UIF (Unidad de Investigaciones Financieras), José Sbatella, que debe entender en el lavado de dinero.

Los indignados se encargaron el jueves a la noche de cuestionar la reforma judicial –una nutrida columna se instaló frente al Congreso cuando los K votaban el proyecto– pero también hicieron oír reproches a los jueces por su escasa eficiencia para condenar la corrupción. La Justicia y también la oposición deberían tener registro de ese mensaje.

Los opositores estuvieron más cómodos que en protestas anteriores. Se mezclaron entre los indignados y no recibieron muchas críticas. Sí recibieron reproches por su fragmentación e impotencia para trazarle límites al Gobierno. Aquella división quedó expuesta por el modo de enfrentar la reforma judicial e, incluso, a la hora de sumarse a la marcha. Participaron discretamente casi todos, pero Mauricio Macri no. La oposición llegaría en ese estado a las legislativas. Ese estado podría resultar desastroso para ellos si el cristinismo aprueba la reforma, sortea su inconstitucionalidad, y somete en agosto a votación los jueces y académicos para integrar el Consejo de la Magistratura. Sólo con una lista única los opositores podrían afrontar el desafío.

Los ojos de todos están posados en Buenos Aires. Allí Cristina piensa amurallar su fortaleza. Daniel Scioli acompañará y Francisco De Narváez busca ampliar sus posibilidades, tal vez con el macrismo. El escenario podría alterarse con la irrupción de Sergio Massa. El mismo jueves de los indignados, el intendente de Tigre habría definido su participación. ¿En en las primarias del FPV o con un armado propio? Esa sería la incógnita aún no develada.

Los indignados estuvieron lejos de esos enjuagues. Clamaron por libertad y justicia. También contra la inflación y la inseguridad. Reflejo de dos cosas: la devaluación democrática de estos años y la recurrente incapacidad para solucionar viejos problemas que desmembran a la sociedad.