La destrucción del sistema político democrático constitucional y del Estado de Derecho expuestos en nuestra Ley Fundamental no se concreta con un solo acto para dar paso al autoritarismo de la democracia populista, sino con un conjunto de medidas conducentes a tal fin. Conforme al modelo impuesto en Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador, en la última década asistimos a una serie de sucesos que conforman los eslabones de una cadena totalitaria que desarticula las instituciones republicanas forjadas en resguardo de las libertades elementales, de la dignidad del pueblo y para satisfacer los legítimos anhelos de progreso. Cadena que nos aparta del proceso de transición democrática iniciado en 1983 y que nos encamina hacia el caos institucional, social y económico que permite el desarrollo del virulento germen del populismo.
El último de los eslabones se gestó a fines de 2012 cuando la presidenta de la República anunció que estaba dispuesta a "democratizar la Justicia". Su anuncio mereció las más audaces interpretaciones elaboradas por los teóricos que desconocen la relevancia del empirismo. Sin embargo, hasta el menos agudo de los analistas políticos relacionó su proclama con el disgusto que le acarrearon dos sentencias adversas a sus intereses hegemónicos. Ellas permiten la subsistencia de una medida cautelar que impide la aplicación de la ley de medios por cercenar arbitrariamente las libertades de un grupo periodístico, y evitar la confiscación del predio de Palermo perteneciente a la Sociedad Rural hasta tanto se resuelva la validez del decreto que la dispuso. A ellas, se añadió el fracaso de los operadores de la Presidenta en cooptar el Consejo de la Magistratura por la exclusión de ciertos jueces que no estaban dispuestos a claudicar de su independencia frente a las insólitas presiones del Gobierno.
En una república impregnada de cultura democrática, cuando se abordan reformas orgánicas siempre se requieren los conocimientos de los especialistas y actores de la materia considerada. Así lo impone el pluralismo y la razón desprovista de la soberbia autoritaria. Cuando se trata de una modificación para perfeccionar el sistema judicial, es usual recabar la opinión de los protagonistas y artífices de su desenvolvimiento. Se consulta a las asociaciones de jueces y abogados, a las universidades, a las academias de derecho, a los sindicatos que agrupan al personal judicial, como también a las entidades cuyos fines abarcan la preservación de la institución judicial. Sus opiniones son invalorables para determinar la eventual necesidad y contenido de las reformas que aspiran a satisfacer las demandas de justicia en función del bien común de la sociedad.
Pero, a igual que aconteció con el dictado de las normas que conforman los restantes eslabones de aquella cadena, el Gobierno optó por plantear un hecho consumado: la elevación al Congreso de seis proyectos de leyes elaborados en el marco de la intolerancia que caracteriza su gestión. Con el pretexto de "reformar la Justicia" se incurrió en una desviación de poder que aspira a transformar al órgano judicial en un apéndice del Gobierno, tal como acontece con el Congreso.
Se trata de una estrategia propia del populismo que, sin apartarse de las formas legales, apunta a incrementar la concentración del poder con su secuela de arbitrariedad y despotismo. La estrategia suele ser exitosa cuando recae sobre temas relativamente complejos y se basa sobre una fundamentación que halaga y atrae al ciudadano que desconoce su falsedad. Sin embargo, el abuso de esta técnica puede colmar la paciencia popular y provocar una reacción. Tal es lo que acontece con la "reforma judicial" a medida que se despeja el velo que encubre la desviación de poder.
Para erradicar el control judicial sobre las políticas del Gobierno en perjuicio de los gobernados, se propone modificar el régimen de medidas cautelares vigente en los juicios beneficiando al Estado y desprotegiendo los derechos de los ciudadanos. Solución incompatible con el pensamiento jurídico desarrollado en la segunda mitad del siglo XX, que apunta a la defensa de los derechos humanos frente a los abusos y excesos en el ejercicio del poder por parte de los gobernantes. La finalidad del proyecto es clara: erradicar las medidas cautelares que puedan producir el malestar de los gobernantes al entorpecer la concreción de sus objetivos populistas.
Para imponer la interpretación de las leyes conforme a las aspiraciones del Gobierno y evitar la ejecución de sentencias contrarias a sus intereses, se propicia la creación de los tribunales de casación. Tribunales que controlarán las interpretaciones legales de las cámaras de apelaciones de los diversos fueros judiciales. Uno de los argumentos expuestos para justificar este proyecto reside en la conveniencia de reducir el número de causas que deben ser resueltas por la Corte Suprema de Justicia y en acelerar los procesos al descartar el debate sobre la interpretación de las leyes en las instancias inferiores. La fundamentación es falsa porque: 1) no puede impedir el conocimiento por la Corte de los fallos que emita; 2) la interpretación de la ley puede variar en función de los hechos de cada caso judicial; 3) al crearse una nueva instancia judicial, se extenderá la duración de los procesos en, por lo menos, siete meses. Por otra parte, y en resguardo del federalismo, la interpretación del derecho por los tribunales de casación no puede ser vinculante para los jueces provinciales (art. 75, inc. 12, Constitución Nacional).
Para asumir un papel decisivo en la remoción y propuesta de los jueces, se propicia modificar el Consejo de la Magistratura. La norma proyectada colisiona con el art. 114 de la Constitución porque: 1) prosigue desconociendo el equilibrio que debe existir en el número de sus integrantes que representen a los órganos políticos, a los jueces y a los abogados; 2) altera la conformación tripartita de este órgano corporativo al asignar seis representantes al "sector científico", cifra que duplica a los representantes de los jueces y de los abogados; 3) al disponer la elección por voto popular de los miembros del Consejo que no integran el estamento político, que deben ser propuestos por los partidos políticos, desvirtúa uno de los objetivos invocados en 1994 cuando se creó el Consejo: erradicar la política en el proceso de nombramiento y remoción de los jueces; 4) esa elección popular se aparta de la letra de la Constitución, que exige la elección de los "representantes" de los jueces y abogados por sus "representados" que son, solamente, sus pares y no la ciudadanía, tal como es de práctica en los entes corporativos.
Resulta notorio que el desarrollo del presidencialismo populista -debido a la pasividad del Congreso, la indiferencia de la ciudadanía y cierta ineptitud arraigada en la dirigencia política que pretende representar a la oposición- conduce a una situación patológica con el paulatino deterioro de la estructura del Poder Judicial. La doctrina de la separación y control de las funciones del poder, elaborada por Locke, formulada por Montesquieu y complementada por Loewenstein se desvanece y con ella las garantías para la libertad, dignidad y progreso del ser humano. Esta descripción, que puede ser revertida por el ideal democrático constitucional, nos recuerda al distinguido constitucionalista Segundo V. Linares Quintana cuando enseñaba: "Si los ciudadanos no son educados para la libertad, serán siempre masa y nunca pueblo; rebaño que seguirá ciegamente a cualquier mal pastor; serán espectadores pasivos y no protagonistas de la gesta cívica".
En síntesis, gobernantes y gobernados deben comprender que, para convivir en democracia, deben romper los eslabones de la cadena populista, asumir la carga de ser ciudadanos y dejar la comodidad propia del hombre mediocre descripto, hace casi un siglo, por José Ingenieros.