Ambos datos deberían servir para dar cuenta, a primera vista, de la consolidación de nuestras instituciones y del desarrollo de la sociedad política argentina.
Sin embargo, la realidad es otra. Vivimos en una sociedad crecientemente fragmentada, dividida, una sociedad con muchas y serias dificultades para generar los acuerdos estratégicos que nos permitan aprovechar las oportunidades que nos ofrece el mundo. Las instituciones de la república, en cambio, parecen ir en un sentido inverso: el de la concentración de los distintos poderes del Estado en un poder único.
La anunciada "democratización de la Justicia", a la cual el oficialismo nacional parece estar decidido a dedicarle todos sus esfuerzos, se asienta en la misma fórmula de siempre: sociedad dividida en dos, poder concentrado en uno.
Los argumentos retóricos que buscan legitimar esta "democratización" requieren (como toda legitimación) la utilización de valores e ideas con las que nadie podría estar en desacuerdo. Porque todos coincidimos en la necesidad de promover una justicia moderna, eficiente, independiente, transparente, que vele por el cumplimiento de las leyes y de la Constitución para garantizar los derechos y la libertad de todos. Pero comenzamos a sospechar cuando estos objetivos (absolutamente imprescindibles para la consolidación de nuestra democracia) son planteados por el mismo gobierno que manipuló la composición del Consejo de la Magistratura, nombró a la mayoría de los jueces existentes y transformó el Congreso de la Nación en una mera "escribanía" del Poder Ejecutivo; el mismo gobierno que no garantiza el derecho a la información pública y acumula denuncias y más denuncias de corrupción que nunca llegan a esclarecerse.
Por eso estamos convencidos de que, más allá de los discursos grandilocuentes, los actos cotidianos y la trayectoria pública son los que definen el verdadero sentido de las propuestas y las iniciativas. Por eso, estamos convencidos de que la "democratización de la Justicia" es la traducción al plano jurídico del "vamos por todo", opuesto por igual a la democracia y a la república.
El FAP es y será un firme defensor de ambas, república y democracia. No existe una sin la otra. La república sin democracia es inviable. Pero la democracia sin república es populismo de corto plazo. La democracia sin república pone en peligro a las minorías, a los que piensan distinto, a los más débiles. La república (la división de los poderes, la responsabilidad por los actos de gobierno y la obligación de su transparencia, la periodicidad de las funciones de los gobernantes, la libertad de prensa y de expresión) les recuerda a quienes gobiernan en una democracia que su gobierno y su mayoría siempre son discutibles, transitorias; les recuerda que el poder no es suyo. Por eso, sin república hay unicato.
La Justicia, al igual que las restantes instituciones de la sociedad, necesita producir cambios y reformas; acercarse a la sociedad, modernizarse, incluso democratizarse, si quiere usarse el término. Pero esa democratización no puede afectar la independencia que la Constitución le garantiza como poder y que la república le exige como principio.
La aplicación efectiva del inciso 4° del artículo 99 de nuestra reformada Constitución Nacional, que abre la posibilidad de poner plazo temporal al cargo de magistrado, y la eliminación de excepciones impositivas que distinguen a los jueces del resto de los ciudadanos son algunas posibilidades. Pero también lo es la autoexclusión -formal y fáctica- del Poder Ejecutivo en el proceso de nombramiento y destitución de los jueces, una iniciativa que hace ya cinco años implementamos en la provincia de Santa Fe.
La Argentina que queremos es la de una justicia independiente: independiente de los poderes corporativos, de los poderes fácticos y de las presiones e imposiciones de los poderes políticos del Estado.