El acuerdo con Irán , la previsible muerte de Chávez , la elección del papa Francisco, desafían los análisis mientras proliferan fabricantes de fórmulas simplificadoras. En un caso es clara la modificación del rumbo de nuestra política exterior tanto como el vacío que deja la partida de un irrepetible personaje.
¿Qué decir, en cambio, de la presencia de Francisco en su patria? Algo, en primer lugar, que olvidan los adictos a pasiones parroquiales y cerriles. Francisco es una promesa de renovación espiritual para el mundo, no sólo para la Argentina, en una circunstancia en que en la Iglesia Católica vibra la exigencia de reformas trascendentes. Para el mundo, entiéndase bien, y no exclusivamente para lo que aquí ocurre. Si esas promesas de paz, humildad, cercanía con el prójimo, de servicio y justicia para todos, de diálogo, comprensión y tolerancia, llegan a calar en donde Francisco nació y maduró, es porque los argentinos han sabido dar respuestas a estos nuevos signos de los tiempos como, hace ya medio siglo, los llamó Juan XXIII.
Estos signos ya están entre nosotros. Hay momentos en la historia -éste es uno de ellos- en que los valores refulgen y convocan al abrazo fraterno. Después, hay otros momentos en que esos valores afrontan la prueba de traducirse, en una trama más opaca, en acciones eficientes. Brillo y opacidad; promesa y respuesta: de frente a ese tronco torcido actúa la ética reformista que hoy asoma.
Los vínculos entre promesa y respuesta se insinúan en nuestro país en medio de resentimientos y faccionalismo. Se dice que en la Argentina no hay sistema político. En realidad, el sistema existe. No se trata, por cierto de un sistema deseado por algunos, entre ellos quien esto escribe, sino de un conjunto de relaciones que giran en torno a la autoridad de un Poder Ejecutivo con pretensiones hegemónicas y reeleccionistas.
La originalidad de este sistema estriba, por ahora, en la disciplina piramidal que lo hace funcionar: disciplina legislativa, disciplina en la mayoría de los gobernadores y de las intendencias del Gran Buenos Aires, disciplina en un séquito de seguidores pertrechados de cargos y prebendas públicas, disciplina, en fin, en la reproducción de una ideología a través de la propaganda oficial. Si la disciplina falla, por ejemplo en el Congreso o en el campo cultural, el sistema se viene abajo.
Por eso, se aplica el látigo a las desviaciones que perturban dicha subordinación. En el distrito clave de la provincia de Buenos Aires se hace uso de un federalismo de coacción que retacea recursos fiscales y apoyos complementarios. Cuando los jueces, camaristas y miembros de la Corte reivindican la autonomía que les compete, el Ejecutivo aplica presión en la forma de proyectos de ley de reforma judicial, modificación del Consejo de la Magistratura o lo que la imaginación legislativa, siempre sorpresiva, proponga para ser ratificado de inmediato.
El sistema es entonces democrático en su origen y oligárquico en su ejercicio, si nos atenemos al secreto y elaboración de una agenda estratégica, ambos radicados en palacio y en manos de un pequeño grupo de gobernantes. El resto del elenco, amplio y complejo, está en principio para acatar, aplaudir, justificar y movilizar. Toda crítica interna es, pues, un revulsivo. Desde luego esa máquina aparentemente bien lubricada produce políticas públicas cuyo potencial distributivo -eje del tan mentado modelo de inclusión social- ya no es lo que era.
La energía operativa de tal sistema no se entendería sin el complemento del faccionalismo que se radica en los rangos de la oposición. Mientras en un componente de dicho sistema abunda el rigor y la disciplina, en el otro se expande un pluralismo de partidos y facciones, más acentuado en algunas provincias que en otras. Estos actores actúan como si ellos solos ocuparan todo el espectro del sistema, ignorando la presencia de una fuerza hegemónica que, hasta nuevo aviso, se queda con la parte del león. So pena de sucumbir, esta situación demanda desarrollar el arte de la coalición y del compromiso.
Estas coaliciones, si bien no pueden llegar al punto de amalgamar todos esos partidos y liderazgos en una oferta única, deberían simplificar las opciones para que el electorado perciba una fisonomía de futuro. Nuestra república del siglo XXI tendría de este modo un doble perfil, con programas atractivos frente a desafíos y tareas pendientes, y atendiendo a la exigencia, sin duda imperiosa, de fijar límites a la hegemonía oficialista. El tiempo urge, menos de tres meses, porque el 12 de junio se cerrarán las alianzas que deberán presentarse en las primarias a celebrarse el 11 de agosto (las definitivas serán el 27 de octubre).
Estamos por consiguiente a pleno en tiempo electoral. A menudo se observa la política con óptica porteña y bonaerense, pero si abrimos esa lente es posible comprobar que la disciplina del oficialismo se extiende en una línea hacia el norte y el sur del país con las excepciones de la Capital, Santa Fe, Córdoba y tal vez Mendoza, Corrientes y alguna provincia del Sur. Este compacto electoral, de conservar el predominio en la provincia de Buenos Aires, es potente. Si por ejemplo en la Capital la relación de fuerzas parece encaminarse hacia una proliferación de listas y candidaturas, en otras provincias, como Tucumán o Santiago del Estero, el dominio electoral del Frente para la Victoria no parece sufrir mayores apremios.
En estos territorios diversos la oposición debe atraer voluntades con la complicación adicional de que no contamos con un tribunal electoral desligado del poder político (en los hechos del Ministerio del Interior) capaz de garantizar la transparencia de los comicios. Contamos sí con una institución independiente y confiable, la Cámara Nacional Electoral, que, como su nombre lo indica, actúa como instancia de apelación y no como autoridad administradora del proceso de emisión y escrutinio de votos.
Estos datos y el sistema que los produce se impostan sobre una sociedad de más en más violenta. Son síntomas anárquicos que denotan una mezcla de violencia y exclusión social, piqueterismos de variada índole, apropiación del espacio público, crimen espontáneo y organizado, avance del narcotráfico y emergencia de comportamientos que disponen, a modo de táctica política, de barras bravas futboleras y grupos de choque armados.
¿Es acaso esto último otra vuelta de tuerca de una hegemonía aferrada al poder o bien, más allá de estas conjeturas, estamos asistiendo a una degradación de la existencia cotidiana que atrapa al proceso político entero, a oficialistas y opositores, y reclama cooperación institucional para, por lo menos, contener el crecimiento de estos flagelos?
La pregunta, que se recuesta sobre el lado negativo de las cosas, es tan inquietante como lo es, en sentido positivo, la promesa de la paz. Envuelta por la violencia verbal, la política no puede chapotear de nuevo en el barro de enfrentamientos que contabilizan muertos, incendios y daño a la propiedad pública. Lo menos recomendable, en semejante cuadro, es el acostumbramiento a esa declinación, aunque la propaganda oficial subraye que el país marcha a las mil maravillas.
Otra actitud, muy diferente, sería apostar, en registro democrático, por estilos más pacíficos, por una praxis capaz de mostrar que la Argentina no sólo está para exponer al mundo personalidades sobresalientes sino también los logros de un aprendizaje colectivo de carácter cívico. Veremos si esta apetencia se abre paso.