Pero sorprendió, en cambio, ver a la Presidenta con evidentes ganas de agradar y distender. La primera conclusión es, por lo tanto, que podrían haberse llevado mejor, durante la gestión de Bergoglio como líder de la Iglesia argentina, si hubiera existido antes esa voluntad presidencial de convivir con alguien distinto.
Bergoglio es muy diferente del kirchnerismo , pero eso no debería ser un obstáculo para una coexistencia serena y previsible.
El gesto del papa Francisco fue de enorme amplitud y generosidad. La Presidenta fue el primer jefe de Estado en ser recibido por el Pontífice; no fue, además, sólo un breve encuentro protocolar. El Papa no almuerza nunca con un jefe de Estado, salvo que se trate de una visita de Estado, categoría que no tuvo la reunión de ayer. Es cierto que se trata de la presidenta de su país, pero esa circunstancia podría haberse superado con un encuentro corto y solemne.
No fue así. El Papa creó el clima cordial y distendido que él sabe construir fácilmente. Es un experto orfebre en el arte de acortar distancias. Hasta Cristina pareció cautivada. La Presidenta buscó, por momentos con cierta inseguridad, abrazarse al nuevo fenómeno. Reaccionó como una política que, consciente de que no podrá luchar contra él, prefiere aliarse a él.
Por primera vez lo reconoció como el papa argentino que es y como jefe espiritual de todos los católicos del mundo. No se excedió con los regalos. Fueron humildes, como los que le gustan al Papa. Una oportunidad de diálogo con la Iglesia se abrió ayer en Roma, diálogo que debería carecer de los prejuicios del pasado y de la carga de ideología que le colocó Cristina en sus años presidenciales.
Fue, de todos modos, la ocasión perfecta para que la Presidenta escuchara al más importante líder religioso del mundo, que acaba de llegar. No pudo con su genio y le pidió algo tan difícil como improbable: su intermediación con Gran Bretaña por el conflicto por las islas Malvinas. En primer lugar, el pontífice de Roma tiene su propio conflicto con la Iglesia Anglicana británica desde hace 500 años. Desde que Enrique VIII rompió con el papado en uno de sus entreveros matrimoniales. Los papas recientes han tratado de coexistir con los anglicanos, se han acercado a éstos y conviven con ellos mucho mejor que antes. No han ido más allá, a pesar de que son más las cosas que los unen que las que los separan. Salvo en todo lo relativo a la autoridad del Papa. Los anglicanos no han renunciado nunca al reconocimiento de la reina de Inglaterra como la exclusiva jefa de su iglesia.
El papa Bergoglio tiene, también, sus propios límites para llevarles a los británicos el tema de las Malvinas. Es argentino y tiene posición tomada sobre la propiedad de las islas; él ya dijo que son argentinas. Se pronunció así cuando era arzobispo de Buenos Aires. Ya le valió una réplica del primer ministro británico no bien fue elegido papa. Francisco no sería, tal como están las cosas, un intermediario neutral que pudiera ser aceptado por las dos partes.
No estamos tampoco ante la situación de extrema gravedad de 1978, cuando Juan Pablo II debió frenar una guerra entre la Argentina y Chile. Aquel papa puso el pie en la Cordillera y sacó a los dos países de una guerra inminente, que iba a comenzar en pocas horas más, declarada por dos dictaduras sudamericanas. Nada ahora se parece a lo que sucedió hace casi 34 años. A Cristina le hacen falta, cada vez más, buenos consejos diplomáticos. Si los aceptara, claro está.
La interpretación de Cristina sobre la "patria grande" mencionada por Francisco corre seguramente por su cuenta. Si tomamos el pensamiento del Papa anterior a estos días, podemos deducir que se estaba refiriendo a la convivencia pacífica entre los países. Al progreso de sus pueblos mediante el diálogo de sus dirigentes. A la búsqueda de soluciones y de consensos en una región célebre por el muy alto nivel de desigualdad social. No habló de ideología ni de política.
Por eso Francisco mencionó el ejemplo de San Martín y de Bolívar. ¿O, acaso, ahora San Martín también es peronista y kirchnerista? A Bolívar ya lo han tergiversado en Venezuela más de lo que el prócer soportaría en vida. La "patria grande" tiene en el diccionario de Cristina, en cambio, un sentido político e ideológico que no se corresponde con el de un líder espiritual. Francisco opinará poco y nada de la Argentina. Su misión es mundial y la Iglesia tiene desafíos muy grandes que superar en los próximos tiempos. Empiezan en el Vaticano. Pero Cristina aprovecharía la oportunidad si callara a los cristinistas que se amontonan para criticar con calumnias al Papa. La propia Presidenta llegó descolocada al Vaticano porque ella fue confusa ante la sorpresa de la designación de Francisco. Fue reticente y gélida en su reconocimiento de la elección de un papa argentino. Su tropa sumisa lo entendió como una definitiva dirección política.
El kirchnerismo en general se movió en la duda y, como suele hacerlo, prefirió sobreactuar su antipapismo antes que ser castigado por su jefa por una presunta herejía política. ¿Hay algo más cristinista que Carta Abierta? Un miembro estelar de ese club, Horacio González, criticó duramente al papa Bergoglio en las últimas horas y llegó a decir que prefería a Ratzinger. González es funcionario de Cristina, director de la Biblioteca Nacional. Cualquiera podría preguntarse si ésa es también la opinión del Gobierno. Cristina deberá esforzarse a su regreso para callar las ofensas y las difamaciones al Papa, que salieron exclusivamente de su corral político. Sólo ellos en el mundo hablaron mal (y muy mal) del Papa.
Otra cosa es lo que hará la ahora fortalecida Iglesia argentina. Con responsabilidad, nadie puede asegurar qué es lo que piensa el papa Francisco sobre los renovados proyectos de reforma constitucional, lanzados el fin de semana por temerarios gobernadores que saben que Cristina perdería un plebiscito. Pero si se siguen las posiciones históricas de la Iglesia (y del entonces cardenal Bergoglio), puede deducirse que el Gobierno tropezará en esa cuestión con un serio obstáculo entre los obispos argentinos.
REELECCIÓN
La Iglesia y Bergoglio han dicho repetidamente que la permanencia indefinida de los gobernantes no es un buen remedio para el sistema democrático. El propio Bergoglio alentó al obispo Joaquín Piña para que enfrentara en Misiones las ambiciones reeleccionistas del entonces gobernador Carlos Rovira. Rovira fue derrotado por el obispo jesuita y se frenó entonces en seco una ola reeleccionista de gobernadores del kirchnerismo.
La Iglesia podría ser un actor relevante, pero el problema de la política argentina es su desequilibrado sistema político. Ese desequilibrio no es culpa del Gobierno. Tampoco lo podrían arreglar la Iglesia ni el Papa. La oposición política, que también decepcionó al entonces cardenal y ahora papa, no debería esperar un milagro o la mano salvadora del Pontífice. Superar su vieja ineptitud (no ya para ganar, sino para equilibrar las instituciones) sería una contribución oportuna de la oposición al nuevo clima que respira la sociedad argentina. Ni el Papa ni la Iglesia podrán hacer mucho más que crear un espíritu social propicio a la tolerancia y la pacificación. No es poco, pero es todo.