MILÁN.- La de Francisco es, en cambio, una cara bella y simple, que no se ha entrenado para enmascarar o disimular lo que piensa la cabeza y siente el corazón.

Su elección confirma la universalidad de la Iglesia, que no está ligada -aunque lo haya estado, tantas veces, negándose culpablemente a sí misma- a un país, a un continente, a una cultura en particular. Francisco es un jesuita: pertenece a una orden cuya historia ha tenido, sin embargo, páginas negras, pero que ha sido grande a la hora de comprender y reafirmar la universalidad de la Iglesia; que ha sabido ir al encuentro y aceptar como iguales otras culturas, incluso lejanas a la europea; que ha recogido el grito de desesperación y de protesta de los más postergados de la Tierra, e intentar, incluso, utopías políticas de justicia. Aún hoy hay jesuitas -no sólo jesuitas, sino sacerdotes en general- que viven, incluso en soledad, en los lugares más remotos y miserables del mundo, no sólo predicando sino trabajando, ejerciendo los más diversos oficios, ayudando de diversas maneras a quienes viven en condiciones infames, dando testimonio de Cristo antes incluso de explicarlo y, por lo tanto, anunciándolo en los hechos.

La elección de Francisco es por cierto una gran novedad. Su discurso, desde este punto de vista, puede haber parecido de bajo tono, de una franqueza y simpatía y por cierto nada revolucionaria normalidad, que por otra parte siempre ha sido la contraseña de su posición intermedia entre innovación y conservadurismo. Pero precisamente ese tono puede ser indicio de una inteligencia o incluso de la única voluntad concreta de cambiar tantas cosas que andan mal y que la dramática renuncia de Benedicto XVI ha dejado entrever con toda su fuerza. No son las resonantes actitudes revolucionarias las que cambian las cosas, sino más bien la prudencia, que no es sinónimo de medroso inmovilismo, sino que puede ser la real capacidad política para cambiar las cosas. No sabemos si Francisco querrá y podrá hacerlo, pero ese estilo normal con el que se ha presentado al mundo puede despertar la esperanza en un cambio real, no retórico y no declamado, pero no menos incisivo. Un cambio de tantas cosas que deben, y pueden, ser modificadas.

Traducción de Jaime Arrambide