Por Diana Kordon, Lucila Edelman y Darío Lagos

El discurso de la Presidenta en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso Nacional estuvo plagado de silencios y omisiones. Resultó más relevante lo omitido que lo dicho . Su exposición estuvo cargada de cifras y porcentajes comparativos, pero no se escuchó ninguna referencia a los índices de inflación. Destacó logros en el campo de la educación, pero ignoró que la mayoría de las provincias argentinas no inician las clases porque los sueldos docentes no cubren las necesidades mínimas. Resaltó la política de vivienda, soslayando los conflictos sociales que estallan permanentemente a raíz de este crítico problema.

Para avalar la década de gobierno, apeló a la memoria colectiva en la que están inscriptos los restos traumáticos de las inmensas penurias sufridas cuando la Argentina parecía a punto de desintegrarse y que motivaran el estallido popular de diciembre de 2001. Padecimientos que fueron relativamente paliados a partir de la recomposición macroeconómica posterior.

Sin embargo, a pesar de su capacidad oratoria , sus palabras no dieron cuenta de las realidades que afectan hoy la vida cotidiana de amplios sectores populares.

La memoria y la justicia impregnan de contenidos el imaginario colectivo, cuando resuena con protagonismo, dolorosamente, la problemática de la impunidad, especialmente a partir del primer aniversario de la tragedia de Once.

El impacto emocional de estos hechos pone de relieve un rasgo distintivo de la sociedad argentina: el conflicto entre impunidad y demanda de justicia.

En el ejercicio cotidiano e inevitable de tratar de reflexionar sobre los hechos de la realidad, recordamos un libro sobre la impunidad que escribimos con otros colegas en 1995. En ese momento, la consideramos como un elemento que atravesaba el cuerpo social y unía el pasado con el presente. No obstante, a pesar de intuirlo, no calibrábamos suficientemente la magnitud, la dimensión, la profundidad, con que esta problemática seguiría marcando los acontecimientos posteriores.

Un factor fundamental en la construcción de la memoria colectiva fue la transmisión de un modelo de tramitación del dolor en la escena social. No de cualquier dolor: el dolor producido por pérdidas traumáticas de origen social.

El modelo de las Madres de Plaza de Mayo, con la ocupación de la plaza pública, funcionó como matriz de múltiples identificaciones que fueron tomando nombre propio, como María Soledad, las Madres del Dolor, Cromagnon, AMIA, familiares de víctimas de gatillo fácil, las madres del paco, Once.

Nora Cortiñas y muchas otras madres, en la coherencia de su trayectoria, constituyen el eslabón que enlaza aquella resistencia con las respuestas sociales de hoy.

Todas y cada una de las experiencias desplegadas configuran procesos complejos que reconocen aspectos comunes y particularidades diferenciales. Pero la característica fundamental es que la herida abierta en las subjetividades individuales, motorizada en práctica social, va construyendo significaciones y sentidos, va encontrando palabras sintetizadoras, consignas, que ya no expresan, aunque contienen, el dolor individual, sino que muestran una elaboración pensante y una línea de acción.

En ese caminar en la escena pública, los afectados más directos realizan un trabajo de desovillar el entramado de la impunidad y la corrupción, y tejen a partir de eso una trama de comprensión, entendimiento y visibilización de los hechos, motivaciones y responsabilidades. Sin este trabajo, el dolor no encuentra cauce y puede derivar en la búsqueda de represalia individual. Sin este trabajo, tampoco hay solidaridades posibles.

Las palabras, entonces, no son anatemas prefabricados a partir de un ejercicio de oposicionismo estereotipado, como parece sugerir un reconocido intelectual, sino enunciados producto del trabajo de simbolización de lo vivido y comprendido en la experiencia.

Una y otra vez nos conmueve descubrir los recursos de los seres humanos en medio del más infinito dolor, las transformaciones personales, las adquisiciones subjetivantes, la capacidad de empatía, de solidaridad, de vida, que es capaz de producir la respuesta social compartida. No se trata de idealizar a la víctima por el hecho de serlo, ni de absolutizar estos aspectos. Lo que sí se demuestra es la posibilidad del psiquismo de abrirse a modificaciones a partir de la experiencia.

En cuanto a las situaciones determinantes de lo traumático, a pesar de la diversidad de sus características y de los diferentes niveles de implicación del Estado (en unas brutalmente directa, en otras a través de ciertas mediaciones), un hilo conductor las enlaza: la impunidad. La impunidad del Estado, la impunidad de los gobiernos, la impunidad de los funcionarios.

La impunidad es el correlato necesario del encubrimiento de la corrupción y los grandes negociados, de los cuales el Estado y los gobiernos son responsables. La Barrick o los Cirigliano son expresiones paradigmáticas de los beneficiarios de estas políticas capaces de producir crímenes sociales largamente anunciados.

La impunidad construye un muro de negación, de desmentida, de silencios o encubrimientos, ante hechos que una y otra vez se imponen desde su tangible realidad.

Dicho de otro modo, ante el debate abierto alrededor de la tragedia de Once, por ejemplo, sostenemos que el Estado y los gobiernos son culpables. Decimos los gobiernos porque se trata del resultado de una política que comenzó con Menem y se sostuvo, con variables, hasta la actualidad.

Cuestionamos así una perspectiva que, banalizando los hechos, tiende a desresponsabilizar al gobierno y a los funcionarios.

Producido el daño, la historia no puede volver atrás, pero la primera responsabilidad de los gobernantes es hacerse cargo. No se trata de demostrar dolor. Se trata de lo que en el lenguaje popular se define como "dar la cara". Tampoco se trata de sacralizar, hablando de una culpa abstracta o de exculpaciones. Se trata de responsabilidades concretas sobre las que se exige justicia. Lo que está en cuestión es una cadena de procedimientos. Aquellos que posibilitaron el traumatismo social y posteriormente los que intentan, directamente o por implicación, avalar la impunidad: silencios, inversión de responsabilidades, búsqueda de chivos expiatorios, argucias leguleyas, desconocimiento de las necesidades de los afectados.

No podemos eludir una digresión que se nos impone y que guarda relación de interioridad con la actitud oficial: el "vamos por todo", coherente con la justificación de "lo que falta", se apoya en esta comparación que 10 años después pierde valor y en la omisión del análisis de una crisis que, según parece, sólo afectaría a otros países. Se pretende crear la ilusión de que el "todo" serían los derechos de los sectores más vulnerables de la sociedad. Lo que se enmascara es que lo que define las políticas de gobierno es el ejercicio de poder por parte de un grupo económico y político voraz, que requiere, frente a otros grupos rivales, hacerse de las palancas del Estado para su crecimiento y consolidación.

Cristina Fernández puso en debate reconocidas falencias estructurales y coyunturales del aparato de justicia, convocando a un cambio, pero omitió considerar la utilización que hizo su gobierno de jueces "amigos" y las escandalosas maniobras de encubrimiento e impunidad, como grafica el caso Ciccone con el vicepresidente Boudou.

En la misma dirección, mientras prometía una vez más resolver la crisis del transporte, la Presidenta no hizo mención alguna de la tragedia de Once, cuyo aniversario conmovió a toda la sociedad en estos días. Con su silencio, desvinculó al Gobierno de sus responsabilidades en relación con las demandas de justicia y de asistencia formuladas por los familiares de las víctimas.

El fantasma de la impunidad emerge nuevamente.