El discurso que Cristina Kirchner dirigió ayer a la Asamblea Legislativa fue una magnífica ventana desde la cual observar su concepción de la vida pública. Su característica sobresaliente fue la dificultad para proyectar un futuro. Cada diagnóstico estuvo inspirado en una rivalidad ocasional. Y cada reforma aspira, antes que a remodelar la realidad con la guía de un programa conceptual, a implementar una venganza. La armonía interna de estas iniciativas no proviene de un pensamiento estratégico sino de un vector más determinante: la voluntad de poder. Ayer se conoció el plan de la Presidencia para que su dominación cesarista alcance otra frontera. El nuevo territorio de conquista son los tribunales.
Con las transformaciones judiciales anunciadas, el kirchnerismo reproduce la lógica de otros impulsos legislativos. Así como con la ley de medios quiso remover el obstáculo que, con mucha demora, descubrió en el Grupo Clarín, con la "democratización de la Justicia" espera derribar la valla con la que tropezó para aplicar la ley de medios. El riesgo de esta sucesión de trajes a medida es que a menudo desobedecen los deseos de sus diseñadores.
Desde hace más de cinco años, la señora de Kirchner intenta corregir un temprano error de su esposo: la designación de una Corte Suprema inmanejable. El primer ensayo para disciplinar al Poder Judicial lo condujo ella misma cuando, como senadora, lideró una reglamentación que aumentaría la gravitación del oficialismo en el Consejo de la Magistratura. Esa batalla se libró bajo la bandera de la "democratización de la Justicia". El Consejo iba a allanarse a "la política", es decir, al imperio de los votos que obtuvo el Poder Ejecutivo. El discurso de ayer fue una confesión de que aquella saga fracasó.
La democratización exige ahora más innovaciones. Una es acotar las facultades de los juzgados y las cámaras superponiéndoles tribunales especiales que aliviarían el trabajo de la Corte. Como otros proyectos auspiciados por la Presidenta, éste atiende a los consejos de Raúl Zaffaroni e imita una iniciativa de Jorge Yoma, su antiguo colega en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado. Igual que el de Yoma, el artefacto anunciado no alcanzará su cometido. Una instancia adicional colonizada por magistrados afines a la Casa Rosada podría revertir sentencias desfavorables, pero no eliminar el recurso extraordinario por el que las causas llegan a la Corte. De modo que el kirchnerismo conseguirá una Justicia más burocrática y costosa, pero no más complaciente.
La propuesta de elegir por el voto popular a los representantes de los jueces
y de los académicos en el Consejo de la Magistratura, comunicada también ayer,
puede ser ya no inútil, sino peligrosa para quienes la defienden. Además de
politizar a los magistrados, sometería a escarnio a los que mejores servicios
han prestado al Poder Ejecutivo. Los candidatos de la oposición harían campaña,
por ejemplo, hablando pestes de Norberto Oyarbide, que absolvió a los Kirchner
por enriquecimiento ilícito, o de Claudio Bonadio, que blindó a Julio De Vido
frente a la masacre de Once.
Opositores como Ernesto Sanz festejaban ayer que también los académicos sean elegidos por la gente. Hasta ahora el kirchnerismo, creador de numerosas universidades, dominaba ese padrón. Pero el día que la selección dependa de un debate abierto sobre su calidad cívica, tal vez pierda esa ventaja.
La "democratización de la Justicia" es un síntoma de que Cristina Kirchner tiene una falsa idea de sí misma. Si el Gobierno obtiene algunos triunfos en el Poder Judicial es por su capacidad de presión corporativa, no por su prestigio institucional ante el electorado. Ésta es la razón por la cual la Presidenta podría conseguir algunos gestos de obediencia si los jueces quedan sometidos al impuesto a las ganancias. La idea es aceptable. Siempre que se olvide que es una forma de someter a los magistrados al control de la AFIP en un país en el cual esa agencia tiene una larga tradición facciosa. ¿Qué efecto puede ejercer en un juzgado que, junto con un expediente complicado, llegue una inspección integral? El defecto de las ofertas kirchneristas no siempre está en su contextura teórica, sino en las prácticas que habilitan.
El mismo problema aparece con otra de las iniciativas de ayer: la limitación para las medidas cautelares. Es verdad que esos amparos eternos son un ardid que los poderes fácticos utilizan en todo el mundo para resistir las normas que atentan contra sus privilegios (la Presidenta quizá se sorprendería coincidiendo con los argumentos de Acemoglu y Robinson, dos ultraliberales, en Por qué fracasan los países). Pero ayer ella adelantó un parámetro controvertido: las cautelares sólo deberían atar las manos del Estado cuando éste amenaza un derecho colectivo, no un derecho individual. Esta pauta supone que el Estado, que dispone de capacidad legislativa, Fuerzas Armadas, policía, servicios de inteligencia y organismos de recaudación, no es el poder, sino su víctima. El verdadero poder lo ejercerían las "corporaciones" o los "factores económicos", designaciones usuales para quienes, por ejemplo, reclaman por su derecho de propiedad.
La Presidenta mostró ayer el fondo ideológico sobre el que se asienta su "democratización judicial". Su creencia principal es que el único poder respetable es el de la voluntad popular, encarnada por el Poder Ejecutivo. El Poder Judicial tiene un déficit de legitimidad debido a que sus miembros proceden de una designación indirecta. La señora de Kirchner llevó al extremo el argumento en el balcón de la Casa Rosada, el 9 de diciembre pasado: si la Corte no convalidaba su interpretación de la ley de medios en el caso Clarín, estaría dando un golpe como el del 30. Ayer este criterio adquirió escala internacional. La Cámara de Apelaciones de Nueva York debe desconocer los derechos de los holdouts, ya que éstos se oponen al bienestar de las sociedades, que sólo puede ser definido por quienes las administran.
La Presidenta ha roto con un principio clásico del constitucionalismo republicano. Según ese principio, que los magistrados no sean elegidos por la ciudadanía, y que se les exija un título universitario emitido por facultades que, en general, tienen un sesgo tradicionalista, no son defectos, sino virtudes del Poder Judicial. Esa interpretación defiende la existencia de un dispositivo conservador que evite lo que la señora de Kirchner busca: someter a la sociedad a los dictados de una mayoría ocasional.
Esta forma de ejercer el poder, que siempre habla en nombre del pueblo, busca despojar de límites al que manda. También, de la molesta restricción que imponen las contradicciones intertemporales. Ayer la presidenta Kirchner pidió coherencia a los ministros de la Corte que, como Carmen Argibay, han defendido la universalización de Ganancias. Pero en 2005 la senadora Kirchner desalentó un proyecto similar de la diputada Margarita Stolbizer. Cuando el texto llegó al Senado, la entonces primera dama ordenó que se lo modificara a favor de los jueces. Así regresó a Diputados, donde el kirchnerismo lo puso a dormir el sueño eterno.
La diputada que cuestionaba la pista iraní, la puede abrazar como Presidenta y deshacerse de ella más tarde, escudada por un impulso juvenil, en un aporte a la paz que se negociaría en el ajedrez internacional (lo explicó ayer Cristina Kirchner, utilizando un pésimo argumento para defender su acuerdo con el régimen de los Ayatollahs). Todos los funcionarios deben exhibir sus declaraciones juradas, aunque el Poder Ejecutivo siga ignorando los recursos de hábeas data. La Presidenta se ufanó ayer de afrontar como nadie los problemas, pero fue incapaz de mencionar la inflación, que vuelve risible su marea de estadísticas. Las cautelares que se maldicen en Buenos Aires pueden ser la tabla de salvación frente al default en Nueva York. Y los holdouts no pueden pretender que el Gobierno viole la ley argentina. Aun cuando esa ley sea suspendida para hacerles una oferta. Estas contradicciones, que plagaron la exposición de ayer, son aparentes. Hay una instancia en la que quedan disueltas: el yo del caudillo, convertido en medida de todas las cosas.